jueves, 6 de marzo de 2014

MUJERES CAZADORAS

Las amazonas eran nómades, originarias de las llanuras del Cáucaso, que habían demostrado ser expertas en el arte de la equitación. Ellas se desplazaban a gran velocidad por las llanuras de Asia y Europa, luchaban de igual a igual con los ejércitos masculinos de otros pueblos. Se establecieron finalmente en las islas de Lesbos y Samotracia. De ellas se tuvo hasta no hace mucho la convicción de que eran criaturas mitológicas, imposibles de conectar con la realidad, en el mismo plano que los centauros, los unicornios y las sirenas. No dejaron edificios o textos, pero sí su fama, distorsionada por la memoria de sus adversarios. Ellas habrían utilizado a los hombres como simples reproductores y sirvientes, sin someterse en matrimonio a ninguno. Se encargaban de las tareas que en la Antigüedad se consideraban reservadas para los hombres: gobernaban, exploraban su inmenso territorio, producían armas, luchaban con ellas demostrando un valor no inferior al masculino. Cuando nacían hijos, producto de las relaciones que mantenían con sus prisioneros, las niñas eran educadas para la guerra y los niños cegados o muertos. De acuerdo a las representaciones plásticas, las amazonas se mutilaban el seno derecho, para que les fuera más fácil manejar el arco y la jabalina. ¿Cómo podía ser que las mujeres se organizaran como gobernantes y guerreras? Las amazonas debían ser criaturas fabulosas, como las sirenas y los centauros. Los griegos consideraban a las mujeres como simples reproductoras de la especie (a diferencia de la conversación culta y placer sexual de las bellas y bien remuneradas hetairas) no les concedían demasiados atractivos, ni el derecho a ser oídas por los hombres. Cuando las mujeres llegaban a ser catalogadas como decentes, no debían tomar iniciativas. Para no resultar intelectualmente inferiores a los hombres, debían prostituirse. No es que se les diera a elegir, sin embargo. La adopción de un rol u otro le correspondía a los hombres. Por eso las amazonas fueron descritas como criaturas tan feroces como improbables. Ellas gobernaban su nación. Ellas conducían los ejércitos. Ellas sometían a los hombres al rol de meros reproductores. De allí que seleccionaran como sus parejas a los prisioneros de guerra más fuertes y atractivos. Ellas los mantenían en esclavitud o los castraban, una vez que cumplían con la función que se les asignaba.
Las amazonas reflejaban, mediante una inversión de los roles atribuidos a los géneros, las mismas desigualdades que habían sido consagradas por la sociedad griega de la época. Como todo lo que sabemos de ellas se encuentra filtrado por el discurso de quienes fueron sus vencedores, la imagen puede no corresponderse con la verdad.
PENTESILEA: Nuestro pueblo, reunido en consejo, decidió que las mujeres (…) eran libres como el viento en campo abierto. Se fundaría un Estado emancipado, un Estado de mujeres, donde jamás volviera a imponerse, ambiciosa, la voz de ningún hombre; un Estado digno de hacer sus propias leyes, y obedecerse a sí mismo y protegerse. (Heinrich von Kleist: Pentesilea)
En las culturas patriarcales, los hombres suelen ser presentados de manera muy favorable, como arriesgados cazadores que desconocen el miedo cuando se trata de alimentar a sus familias. Ellos demuestran a cada rato ser capaces de tomar rápidas decisiones, de las cuales depende la supervivencia de aquellos a los que mantiene bajo su protección. Con frecuencia abusan del poder que se les ha otorgado, y las mujeres suelen ser las primeras en advertirlo, pero eso no altera la asignación tradicional de roles. Mientras tanto, las mujeres quedan reducidas al rol de objetos apreciados por los hombres. Las mujeres necesitan protección o se ofrecen a los hombres como trofeo y los obligan a enfrentarse unos contra otros, para que triunfe el más apto y se quede con ellas como premio. Cuando por cualquier motivo ellas se ausentan (o están presentes pero dejan de atraer) pueden ser fácilmente reemplazadas por otras más jóvenes y obedientes. No obstante la función de señuelo que se las invita a cumplir, para la visión paternalista no se espera que las mujeres tomen la iniciativa. La imagen corregida y mejorada del macho agresivo y planificador, se complementa con la figura de la hembra receptora, pasiva, a pesar de su aporte fundamental a la reproducción humana. Mientras el hombre caza, la mujer aguarda en el hogar, cuidando el hogar y las crías de su pareja que trajo al mundo. Esas nociones, por falsas que sean, terminaron por establecerse en la conciencia de tantas generaciones como una constante impuesta por la naturaleza, que parecen imposibles de superar o contrariar.
En la mitología romana, la diosa Diana es representada como una infalible cazadora que sale de noche, armada con arco y flechas, que recorre los bosques, seguida por un séquito de ninfas y lebreles. Nada parece haber en ella que recuerde a la mujer encerrada entre los muros del hogar, para evitar cualquier exposición a la amenaza masculina. De acuerdo a lo que Ovidio cuenta en Las Metamorfosis, Diana presenció los dolores del parto sufridos por su madre, motivo por el cual decidió mantenerse lejos de todo contacto de los hombres. La distancia no implica retirada temerosa, sino la conciencia de la superioridad de su sexo: ella no está dispuesta a someterse a nadie y más prudente para los hombres es ponerse a resguardo de su enojo, que desearla y forjar planes de poseerla. Una de sus víctimas humanas es Acteón, un joven cazador que por casualidad la ve desnuda, mientas ella se baña con sus acompañantes. En represalia, cuando lo descubre, Diana lo convierte en un venado, al que sus propios perros devoran. El mirón, en este caso involuntario, recibe un castigo desmedido (puesto que en ningún momento ha intentado propasarse). No debió desafiar los poderes de una diosa que no entiende como handicap su condición femenina. La hembra consciente de sus poderes, probablemente vivirá sola, sea porque así lo ha decidido o porque ningún hombre prudente se le acercará demasiado. Las mujeres no sometidas a un hombre, constituyen para la mentalidad patriarcal una amenaza cuya existencia se niega, y si eso resulta imposible, es preferible evitar, no sea que se la moleste y luego haya que sufrir las consecuencias de una rabia acumulada por siglos. La imagen de la mujer seductora, pero en el fondo víctima de la mirada masculina, que puede dominarla incluso cuando ella ha demostrado ser más fuerte y agresiva que él, ha permanecido en el imaginario colectivo, a pesar en ciertos casos ella se encuentra en condiciones de elegir o rechazar a su pareja.
De Catalina la Grande, Emperatriz de Rusia se sabe que no solo era una política e intelectual notablemente informada, que no tomaba en cuenta la opinión del común de la gente. Ella elegía a sus amantes entre los hombres más atractivos e inteligentes que llegaban a la Corte (no por casualidad, sino con el objeto de seducirla y hacer fortuna bajo su protección). Ella entrenaba a sus amantes en las funciones públicas y les encomendaba altos cargos, retribuyendo los variados servicios que les encomendaba con siervos y tierras. Potemkin fue uno de los favoritos que alivió las penas de su matrimonio primero y luego las de su viudez. Grígori Orlov fue otro de sus amantes y el Príncipe Zúbov otro, a pesar de los cuarenta años que lo distanciaban de la monarca. La emancipada Catalina fue objeto de difamaciones de todo tipo, que le atribuían una lujuria desenfrenada y ocultaban sus dotes de intelectual y estadista. Chéri, la novela de Colette, retrata a Léa, una mujer madura y experimentada en artes amatorias, que a comienzos del siglo XX seduce al hijo de una amiga, por pedido de ella. El joven se enamora de ella, pero al cabo de un tiempo de felicidad encuentra otra mujer, de su edad, y abandona a la madura. Perder a quien probablemente sea el último hombre que serán capaces de seducir, parece ser el destino de las mujeres mayores. En cuanto a la suerte del joven amante que disfrutó esa oportunidad única, no puede ser mucho mejor, decide Colette, que había pasado por la misma experiencia con su segundo marido.
No podía evitar pensar que había logrado escapar de algo, y que era de nuevo un hombre libre. Un sentimiento que más tarde se revelaría como un completo error. Pasaron muchos años antes de que entendiera que ambos habían sido injustamente castigados. Léa, por haber nacido muchos antes que él, y Chéri por no haber conseguido entender que Léa era la única mujer a la que sería capaz de amar. Y cuando cayó en la cuenta de que era así, sacó su vieja pistola reglamentaria y se pegó un tiro en la cabeza. (Colette: Chéri)

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