Desde la Antigüedad, la amenaza de una vagina dentada puebla el imaginario de distintas culturas. Ese lugar tan deseado, capaz de despertar tantas fantasías masculinas, permanece desconocido, sea por el pudor, sea por el desinterés de quienes podrían estudiarlo. Al mismo tiempo atrae y asusta a quien pretenda tomarlo por asalto. En algunas historias esos dientes impiden el acceso masculino, hasta que el héroe del mito los quiebra para perpetrar el coito. En otras historias, esos dientes emasculan a quien ha logrado penetrar.
En los mitos toba-pilagá de América
del sur, mujeres con vaginas dentadas descienden del cielo, se apoderan de la
caza de los hombres y la devoran a la vez por la boca y el bajo vientre.
Carancho, héroe de los matacos del Chaco, quiebra los dientes de las mujeres
con una piedra y permite que los hombres y mujeres puedan aparearse.
En los mitos huicholes de México, el
Sol ordena a Kauymáli (o Káuyumaric) implantar dientes en las vaginas, para
evitar que la Humanidad prolifere. El héroe civilizador olvida la prohibición
que él mismo ha impuesto y queda castrado (aunque no por mucho tiempo, dada su
condición sobrenatural: el pene vuelve a crecerle, al punto de capacitarlo para
mantener relaciones sexuales desde muy lejos, con las mujeres dormidas).
La historia bíblica de Judith es ejemplar. No es una prostituta, que se entrega a un hombre poderoso que oprime a su pueblo, sino una heroína de los hebreos. Primero seduce a Holofernes y a continuación lo degüella, durante el sopor de su noche de bodas. Holofernes, General de los ejércitos enemigos que han invadido Israel, es inaccesible para sus enemigos del sexo masculino. En cambio, bajo la guardia ante una mujer. Judith no es una Mantis Religiosa, insecto que decapita al macho que se le acercó para fecundarla, ni una Viuda Negra, la araña que también mata al macho, después de conseguir su semen. Ella arriesga su vida y mancilla su virtud, con el objeto de salvar a su pueblo.
Haga lo que haga, no ejecuta sus actos reprobables en provecho propio. Cuando seduce a quien ha designado como su víctima, no conviene entender eso como la búsqueda de una pareja entre aquellos que invadieron su patria y negaron su Dios. La tentación que la mujer ofrece, tiene como objetivo facilitar la destrucción del hombre que seduce. No hay una segunda oportunidad para Holofernes. De no ser asesinado en la noche de bodas, Judith saldría perdiendo.
De la reina Semíramis, que habría vivido en Asiria dos mil años antes de nuestra era, se cuenta que durante su reinado, que se prolongó durante cuatro décadas, liquidaba a sus amantes de una única noche, haciéndolos castrar en la mañana, para que ningún hombre pudiera atreverse a despojarla del poder.
Salomé no decapita con sus propias manos a Juan el Bautista, ni ordena a un verdugo que lo haga, pero a instancias de su madre baila para excitar a Herodes, su padrastro, que ha prometido recompensarla por su strip tease. Ella ha confesado antes que desea el amor del hombre santo, pero él la rechaza. Despechada, Salomé se dedica a perderlo.
HERODES (riendo): ¿Qué quieres tener en una bandeja de plata, oh dulce y hermosa Salomé, tú, que eres más hermosa que todas las doncellas de Judea? ¿Qué quieres que te traigan en una bandeja de plata? Dímelo. Cualquier cosa que sea, te la darán. Mis tesoros te pertenecen. ¿Qué es, Salomé? SALOMÉ (levantándose): La cabeza de Jokanaán. (…) HERODES: No, no, Salomé. No me pidas eso. (…) Pídeme la mitad de mi reino y te la daré. (Oscar Wilde: Salomé)Tanta maldad seduce a los artistas que intentan dar una imagen repulsiva de la mujer. Oscar Wilde hace que Salomé bese los labios de la víctima que acaban de decapitar. El Aubrey Beardsley dibuja una mujer tempranamente arruinada, que se entrega a la crueldad como si fuera un vicio que deja la muerte donde pasa y termina destruyéndola a ella también. Wilde inventa un desenlace que se aparta de la tradición bíblica: asqueado por la perversidad de su hijastra, que hasta poco antes lo excitaba, Herodes ordena matarla. No es mala estrategia presentar mujeres tan horribles, puesto de que de ese modo se justifica la decisión de evitar cualquier trato con ellas, que dejan de ser tentadoras, para volverse mortíferas.
Esa imagen puede ser tan atractiva para los hombres que temen a las mujeres con quienes se encuentran relacionados, como lo es para las mujeres resentidas con los hombres, que aspiran a controlarlos tanto como ellos suelen controlarlas.
La pequeña Lorena Gallo, inmigrante ecuatoriana establecida en los EEUU y casada con un ex marine norteamericano llamado John Wayne Bobbit, había sido objeto de reiteradas infidelidades y golpizas del marido. Otra en su lugar hubiera exigido un divorcio que le permitiera esquilmar al infiel. Lorena, en cambio, decidió en 1993 castrar a su marido en represalia por las humillaciones que había sufrido. Una noche, después de haber sido violada, aprovechó que él dormía y le seccionó el pene. A continuación subió a su auto, se alejó de la casa y arrojó el órgano en un parque. El suceso fue difundida por la prensa, Lorena fue considerada inocente por un Jurado en el que prevalecían las mujeres, y la pareja recorrió en forma conjunta y por separado los talk shows de la televisión.
Eugenia Sánchez, una campesina de las Islas Canarias, sufrió durante años el acoso de un cuñado. Su marido, en lugar de defenderla, le advirtió que ya era bastante grande para saber qué hacer en esos casos. Cuando el cuñado comenzó a perseguir a las tres hijas menores de edad, Eugenia esperó a tenerlo cerca y lo castró con un cuchillo de cocina. Aunque la condenaron a seis años de cárcel, el indulto le permitió quedar libre a la semana de haber sido encerrada.
Casi veinte años más tarde, Julia Muñoz castra en el Perú a su conviviente que le ha sido infiel. En estas historias suele repetirse el esquema de Judith: una mujer débil y abusada, aprovecha el sueño o la excitación del hombre para mutilarlo, en la confianza de eso revertirá para siempre su indefensión. Gracias a la cirugía, la castración es revertida en los dos primeros casos, pero la situación es recordada muchos años después.
La expresión “mujer castradora” ha entrado en el lenguaje cotidiano, para aludir de manera metafórica a madres sobreprotectoras o esposas atentas. Si es infrecuente que las mujeres concreten de manera tan radical sus deseos criminales respecto del hombre, que las expone a ser sancionadas por la Justicia y marcadas como figuras temibles por la sociedad, la castración masculina es una aspiración que las mujeres dominantes ejercen en forma simbólica sobre sus parejas.
Ellas organizan sus actividades cotidianas (para obligarlos a rendir más, en su rol de machos proveedores), los mantienen informados (o desinformados), también se permiten regañarlos en privado y en público (para que todos adviertan quién de los dos tiene el poder), los libran de todo aquello que consideran interferencias (o vías de escape de una relación malsana), filtran sus contactos con el resto del mundo, mientras se proclaman al servicio de sus parejas.
Tarde o temprano, esos hombres engañan a sus mujeres, las despojan de su capital o ejecutan venganzas todavía más crueles. El conflicto puede no desembocar en una castración, pero sí en una ruptura irreversible y cruel de la pareja.
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