Las mujeres a quienes la sociedad suele negar derechos que los hombres disfrutan por el solo haber nacido con determinados genitales, aquellas que a lo largo de la Historia fueron compradas, vendidas y abusadas, pueden rebelarse un día contra quienes han sido sus amos y explotadores. Quizás demoren la rebelión por temor a las represalias que les harían perder las pocas ventajas que disfrutan después de una larga lucha, pero de todos modos alimentan fantasías de venganza, tales como aliarse con el Enemigo más temido, el Diablo capaz de hacer pasar un mal rato a los hombres, tanto en este mundo como en el otro.
De vez en cuando, la prensa del siglo XXI trae noticias alarmantes de sectas que realizan ceremonias donde se sacrifican animales (o un niño recién nacido, como ocurrió en Quillaguay, Chile, en los últimos meses de 2012). La audiencia masiva se espanta, pero los implicados en estas actividades son vistos como gente desequilibrada, que no controla su consumo de drogas y necesita atención siquiátrica. En el mundo contemporáneo cuesta atribuir situaciones de ese tipo al Diablo, a pesar de que figuras tan respetadas como el Papa Juan Pablo II se encargó de recordar su existencia en el mundo contemporáneo. Lo habría exorcizado siguiendo el rito de Urbano VIII en el Vaticano, durante 1982, cuando le presentaron durante una audiencia a una mujer poseída por el Maligno.
Entregarse al Diablo no resultaba inverosímil en el Medioevo, cuando los seguidores y también los perseguidores del Diablo se encontraban en todas partes y tenían garantizado el respaldo de las instituciones.
Aquí está el mundo invisible, atrapado, definido y calculado. En estos libros está el Diablo desnudado de todos sus torpes disfraces. Aquí están todos los espíritus que les son familiares; sus íncubos y súcubos; las brujas que viajan por tierra, por aire y por mar: los hechiceros de la noche y del día. No teman. Lo encontraremos si es que se ha mezclado entre nosotros, y me propongo destrozarlo por completo en cuanto muestre la cara. (Arthur Miller: Las brujas de Salem)
Miller escribe su pieza teatral a mediados del siglo XX, en los EEUU, cuando se encuentra en curso una caza de brujas conducida por Eugene McCarthy, un político ambicioso, que no tiene al Diablo como centro, sino al comunismo, entendido como la suprema amenaza al modo de vida norteamericano. Algo parecido ocurría en el ámbito del adversario de entonces, la URSS, como quedaba demostrado por los juicios de Stalin a partir de los años `30, contra los enemigos internos y seguidores del capitalismo.
La intolerancia, demuestra la obra, cambia de rostro de acuerdo a los temores de cada época, pero sigue operando igual. Hay que atrapar al disidente o no importa a quien, con el objeto de asegurar el Poder de unos pocos funcionarios sobre la comunidad.
En la Europa salida del Medioevo, que no terminaba de aceptar las ideas de la modernidad, la posibilidad que le ofrecía a las mujeres de entablar un pacto con el Diablo, con alguien dotado de enormes poderes, que permitiera superar las humillaciones y restricciones de aquellas personas que se sabían condenados a perder todas las batallas que emprendieran, porque eran las más desprotegidas, era una alternativa seductora, aunque se supiera de antemano que tenía un precio altísimo en este mundo (la hoguera) y en el otro (la pérdida del alma).
Por un lado existía la promesa de que el Diablo entregara todo aquello que sus interlocutores humano solicitaran, por inaccesible que pareciera, mientras que por el otro se aceptaba ir al Infierno después de la muerte.
El Diablo es uno de los asociados que más ventajas podían traerle a una mujer, de acuerdo al punto de vista de los hombres que veían amenazado su dominio milenario sobre el sexo opuesto. Una mujer desagradable a la vista o tan solo independiente, no protegida por algún hombre, no tardaba en ser denunciada como bruja. Si en la actualidad ese calificativo no pasa de ser un insulto que se toma en broma y sin embargo revela un claro resentimiento masculino hacia el otro género (se advierte en los chistes que los hombres casados hacen de sus esposas) en el pasado era tomado en serio y ponía en grave peligro su vida.
El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña, es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación. (Jules Michelet: La Hechicera)
Cuando las mujeres establecían alianzas con el Diablo, era para recuperar el poder del que fueron despojadas por los hombres muchos siglos antes, pero incluso con el apoyo de alguien tan temido por los mortales, su situación tendía a ser de sometimiento similar a la que sufrían en su relación con los hombres. El Diablo al que reconocían como amo, no las trataba mejor que sus padres, maridos o jefes, a pesar de haberles prometido disfrutes que excedían los límites humanos.
Inquisidores bien documentados y dotados de una convicción sin fallas, se dedicaron durante tres siglos a la tarea de probar la culpabilidad de las brujas y la necesidad de someterlas a la Ordalía o Juicio de Dios. Se armaba una hoguera y se daba por sentado que las acusadas que fueran inocentes, no sufrirían quemaduras. O se sumergía al acusado en el agua durante largo rato, confiando que el inocente respiraría sin problemas. Por lo contrario, las culpables irían al Infierno achicharradas o ahogadas. Cuando se procedía de ese modo, lejos de cometer una injusticia, lejos de incurrir en actos crueles, se confirmaba una verdad sobre la cual hubiera sido imprudente plantear ninguna duda.
Aquí estamos, señores [se refiere a los miembros de la Santa Inquisición], para dar inicio al proceso. Aquellos que invocan los derechos del hombre, acaban por negar los derechos de la Fe y los derechos de Dios, olvidando que aquellos que traen la verdad tienen el deber sagrado de acercarla a todos, eliminando a quienes pretenden subvertirla, pues quien tiene el derecho de mandar, tiene también el derecho de castigar. ¿Debemos dejar que continúe propagando herejías, perturbando el orden público y sembrando los gérmenes de la anarquía, minando los fundamentos de la civilización que construimos, la civilización cristiana? (Dias Gomez: O Santo Inquérito)
Que las mujeres sean temibles, tanto por lo que hacen concretamente, como por lo que imaginan hacer o lo que podrían imaginar que es posible hacer, es un tema fuera de discusión. Las brujas existían a pesar de los herejes que pretendían entenderlas como gente con problemas mentales, que hubieran debido ser auxiliados, antes que torturados. Para la mayoría, era el deber de todo buen cristiano descubrirlas, denunciarlas y reprimirlas, aunque no hubiera demasiadas pruebas de sus atrocidades.
Durante los aquelarres o sabbats, reuniones de brujas que se realizan en montañas y bosques, donde se parodia la ceremonia cristiana de la Misa, todo convoca la presencia de un ser maligno y sobrenatural.
En el curso de las celebraciones nocturnas, las mujeres disfrutaban de satisfacciones impías que les estaban negadas en su vida cotidiana. Tal como sucedía con las bacantes de la Antigüedad, las brujas se embriagaban, volaban, sacrificaban niños que todavía no habían sido bautizados, con el objeto de beber su sangre y copular con el Diablo. De acuerdo a los textos de san Agustín a santo Tomás de Aquino, las parejas infames establecidas por seres humanos (mujeres, sobre todo) y demonios eran vistas como una ignominia que desafiaba los planes de Dios y debían ser combatidas.
El oficio del cazador de brujas era atractivo, si alguien era capaz de acallar su conciencia cuando le tocaba ejercerlo. Aseguraba poder e invulnerabilidad a quien asumiera la tarea. Permitía apoderarse de los bienes de los acusados, ganarse fama de justo, exponerse a que se desvivieran por sobornarlo con dinero y en especies, cobrarse viejas deudas, satisfacer rencores, obtener la sumisión de la comunidad. Por eso no es raro que reaparezca en época de incertidumbre, cuando la gente asustada necesita conocer al menos dónde se manifiesta el Enemigo.
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