En la Mitología griega, Zeus, considerado el padre de los dioses, a pesar de estar casado, no dudaba en seducir a los humanos que le resultaban atractivos (habitualmente mujeres, pero también jovencitos imberbes, como demuestra la historia de Ganímedes). A veces se mostraba tal cómo era, con resultados mortales para su amante, en el caso de Semele, o se metamorofoseaba en un cisne, de acuerdo a la experiencia de Leda; de un toro, como comprobó Europa, etc. El resto de los dioses y semidioses griegos hacía lo mismo.
Para el cristianismo, esa generalizada promiscuidad sexual entre seres sobrenaturales y mortales, resultaba una situación incómoda para una religión monoteísta y fuera de toda duda, un modelo reprobable de conducta. Sentirse acosado o poseído por Dios, solo podía ser un privilegio al que pocos mortales estaban en condiciones de aspirar. Esos eran los santos, los elegidos, mientras que el común de la gente debía conformarse con practicar la virtud y esperar la recompensa en el otro mundo.
Cuando Bernini representa en mármol el éxtasis místico de santa Catalina de Siena, la actitud corporal de la monja es compleja, a la vez erótica y religiosa, pero no resulta obscena para la visión de quienes recorren el templo donde el grupo escultórico se encuentra. Las ropas desordenadas, los párpados bajos, la boca entreabierta, los muslos separados, refieren al arrobo espiritual y también a otra situación bastante más terrena que cualquier mujer experimenta en otros contextos. Para aquellos que no son creyentes, puede ser incómoda esta ambigüedad, en la que el sexo y la espiritualidad poco se diferencian.
En los textos dejados por los místicos cristianos, el paralelismo entre los dos órdenes no se esconde nunca. Santa Teresa de Ávila y otros santos hablan de Jesús como de un esposo amante y exigente, que invade el alma de aquellos que se le entregan y disfrutan de su presencia.
Veis aquí mi corazón, / yo le pongo en vuestra palma / mi cuerpo, mi vida, mi alma, / mis entrañas y afición / dulce Esposo y Redención / pues por vuestra me ofrecí: / ¿qué mandáis hacer de mí? (Teresa de Ávila: Vuestra soy, para Vos nací)
Si Dios puede ser vivido de esa manera tan carnal, ¿por qué extrañarse de que pase algo semejante con el Diablo? La presencia del Diablo era una experiencia cotidiana en el Medioevo. Desde el Medioevo, el Diablo fue representado como un gigante peludo, oscuro, con frecuencia negro (aunque también rojo o verde). Presentaba los rasgos combinados de un ser humano y algún animal (macho cabrío, serpiente, perro, oso, toro o murciélago). Su cuerpo despedía un fuerte olor a azufre o podredumbre, rasgos por los que san Atanasio afirmaba que era posible reconocerlo de lejos y huir de él mediante la señal de la cruz, el salpicado de agua bendita o la enunciación de la bien conocida locución latina; Vade retro, Satana! (¡Apártate, Satanás!).
El Diablo era muy activo y peligroso en sus relaciones con los humanos, a quienes pretendía seducir, para apoderarse de sus almas por el resto de la eternidad. ¿Se encontraba el Diablo por todas partes, disputándole a Dios cada una de las criaturas que trajo al mundo? Textos medievales europeos como el Decretorum y el Policratus, criticaban la creencia popular de que las mujeres sin pareja cabalgaran por las noches, montadas en animales monstruosos, detrás de la diosa Diana, figura proveniente del mundo pagano, por lo tanto inaceptable para la verdadera fe que había llegado con el cristianismo. Diana y su cohorte eran espejismos inducidos por el Diablo.
Los predicadores alertaban desde hacía siglos en toda Europa sobre los riesgos de apartarse del culto cristiano. Los funcionarios públicos perseguían a los disidentes, utilizando la delación, la cárcel, la tortura y la muerte, como probaron los albigenses, bogomilos y otros sectarios.
¿Cómo podía suceder que la figura del Diablo, tan repugnante en las representaciones visuales y el discurso del Poder que lo denostaba, fuera sin embargo irresistible para quienes se habían convertido en sus víctimas y (de acuerdo a lo que se contaba de ellos) no dudaran en besarle el trasero en señal de respeto? Someterse a él costaba la vida eterna. ¿Bajo qué circunstancias las mujeres, porque ellas eran las seguidoras más frecuentes, llegaban a sentirse atraídas por una fealdad imposible de ignorar?
El motivo de que los demonios se conviertan en íncubos o súcubos no es con vistas al placer, (…) sino con la intención de que por medio del vicio de la lujuria puedan provocar un doble daño contra los hombres, es decir, en el cuerpo y el alma, de modo que los hombres puedan entregarse más a todos los vicios. (Heinrich Kramer y Jacob Sprenger: Malleus Maleficarum)
La astucia y los poderes del Diablo eran tales, que en caso de necesidad asumía las apariencias más adecuadas para seducir a sus víctimas. Mujeres bellísimas embrujaban a los hombres desprevenidos, con el objeto de hacerlos caer en el pecado. Atractivos hombres jóvenes tentaban a las mujeres que olvidaban las recomendaciones de sus padres. El sexo era la trampa ideal para perder a las almas débiles. ¿Cómo llegaba a suceder que tanta gente se dejara confundir? Los ángeles de Dios eran espíritus incorpóreos, formados por energía pura. También los demonios se manifestaban de ese modo. Con el tiempo se fue afirmando la imagen de seres malignos tan densos que podían ser confundidos con las criaturas del mundo real o que se apoderaban de cadáveres frescos, para animarlos a su antojo.
La tortura utilizada por la Inquisición para exterminar a cualquier mujer sospechada de poner en peligro el dominio masculino, permitió reunir una detallada descripción de los procedimientos que habrían utilizado los demonios para relacionarse íntimamente con los seres humanos.
En ciertos casos, los demonios se presentaban como íncubos, seres de aspecto indudablemente masculino, cuya seducción las mujeres no eran capaces de resistir, no solo por la indeclinable voluntad de corromper todo lo que encuentra que anima al Diablo, como por la debilidad que la tradición machista atribuía al común de las mujeres. Si un hombre que quiere apoderarse de una mujer, no toma en cuenta que pueda hallar resistencia, ¿por qué habría de resultar más difícil para el Diablo?
El pintor Johann Heinrich Füssli representó varias veces, desde fines del siglo XVIII hasta comienzos del XIX, a los íncubos que oprimen a sus víctimas femeninas, imitando la postura tradicional del coito “a la misionera”.
¿Por qué el hombre tiene en su naturaleza esta horrible facultad de gozar con mayor intensidad cuando tiene conciencia de dañar a la criatura de la cual goza! (Gabrielle D´Annunzio: El Inocente)
Los demonios podían enamorarse de mujeres solteras o casadas por igual (incluso llegar a seducir a monjas dedicadas a una vida de plegaria y contemplación). Esas criaturas del mal podían ser tan apasionadas y persistentes en su relación, como los amantes humanos. A pesar de lo anterior, la frialdad persistente de los genitales hubiera debido alertar a sus parejas humanas. Estas historias aparecen hacia el final de la Edad Media, para explicar la contumacia de las brujas que no podían alegar ignorancia.
En otros casos, al parecer bastante menos frecuentes, los demonios adoptaban la modalidad de súcubos de aspecto femenino que distraían y atormentaban a los castos anacoretas, como fue el caso de los santos Antonio, Hilarión, Sereno o Jerónimo, que los percibían bajo el aspecto de mujeres desnudas que se les ofrecían con gestos y palabras obscenas.
Amparados por ese disfraz carnal, esas criaturas malignas robaban durante el coito el semen de sus amantes masculinos. Librarse del sexo mediante una castración sobrenatural, como se afirma que le sucedió al monje Equitius, en respuesta a sus plegarias a Dios, para que dejaran de perseguirlo los súcubos, hubiera debido considerarse una bendición.
El súcubo femenino ofrecía a los hombres que lo aceptaban como pareja, la ventaja de un apasionamiento difícil de hallar en las mujeres humanas. Puesto que el sexo era malo, cualquier placer sexual que un hombre encontrara, debía resultar sospechoso de provenir del Diablo. Gracias a la decisión de hipotecar su vida eterna, un hombre se aseguraba el disfrute del sexo que de otro modo moriría sin conocer.
En el Malleus Maleficarum, texto de consulta de los Inquisidores sobre la caza de brujas que asoló a Europa durante los siglos XV a XVIII, se cuentan historias horribles de hombres que caen en relaciones carnales con demonios invisibles. El atractivo de estos demonios podía ser tal que enamoraban a sus parejas humanas o los convertían en sus clientes adictos, cuando actuaban como prostitutas de burdeles.
La fecundación asistida es una técnica que hoy concierne a la ciencia y en el Medioevo se atribuía al Diablo. Librado a sus propios recursos, alguien tan poderoso no lograba superar la esterilidad a la que había sido condenado. Asociándose a los humanos, en cambio... podía llegar a reproducirse, un proyecto temible que debía detenerse antes de que fuera demasiado tarde.
Al copular con los hombres, los súcubos de aspecto femenino cumplían con una tarea odiosa pero necesaria: apoderarse del preciado semen que debía permitirles reproducirse a continuación, utilizando el útero de mujeres que habían sido seducidas por su apariencia masculina. Lo más probable, sin embargo, era que esta descendencia consistiera en monstruos que por su deformidad no costaba identificar.
Las relaciones entre humanos y demonios, particularmente en el caso de estos con mujeres, son relaciones placenteras cargadas de erotismo ya que, tanto los demonios como las mujeres, acuden para obtener placer; y en particular éstas, para liberarse de ciertas represiones sexuales dominantes en sus vidas cotidianas. (Vladimir Acosta: La humanidad prodigiosa, El imaginario antropológico medieval)
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