En este silencioso y triste albergue / de la inocencia venerable asilo / donde reina la paz sincera y justa / en sosegado y plácido retiro, / y la verdad austera y penitente / sujeta la razón al albedrío; / ¿qué tempestad, que tempestad, qué horror tan impensado / vuelve a turbar el corazón tranquilo / de esta débil mujer? ¿Qué nueva llama / se aviva en lo interior del pecho tibio? ¿Quién renueva mi amor mal apagado? / Amor, cruel amor, un fuego antiguo / empieza a renacer en mis entrañas. (Eloísa: carta a Abelardo)
A comienzos del siglo XXI, las numerosas acusaciones de abusos sexuales que enfrentan los sacerdotes católicos, recuerda a los feligreses que hubieran deseado continuar viéndolos como seres angelicales, asexuados, que ellos son también seres humanos, por lo tanto contradictorios, a veces nada confiables, que no siempre practican lo que predican. Tormento, la novela de Benito Pérez Galdós, y El Crimen del Padre Amaro, de Eça de Querois, documentan una situación tal vez menos generalizada, pero no distinta, vivida por el clero del siglo XIX, cuando el tema llegó a tomar forma literaria, aunque existía desde mucho antes. El impulso sexual es muy fuerte y el celibato que el catolicismo impone a sus ministros, constituye un desafío que supera a la decisión de servir a Dios de muchos.
A comienzos del siglo XII, el clérigo Abelardo era un maduro y famoso profesor universitario, también un compositor de canciones, asediado por los estudiantes de Paris que aspiraban a oír sus conferencias, tras haber derrotado en una polémica a su maestro, Guillaume de Champeaux. Hasta cinco mil jóvenes concurrían a sus conferencias pagas, que le suministraban prestigio y un buen pasar. La posibilidad de que la Teología pudiera despertar tal entusiasmo en la juventud de la Edad Media, indica las enormes restricciones que se ejercían sobre el ambiente intelectual de la época, dominado por el magisterio hasta entonces indiscutido de la Iglesia, institución que limitaba cualquier búsqueda intelectual a la relectura de unas pocas fuentes del pasado, las únicas autorizadas.
Entre los discípulos de Abelardo se contaron medio centenar de Obispos franceses, ingleses y alemanes, diecinueve Cardenales y hasta un Papa. Tanto prestigio le trajo una oferta inesperada: convertirse en el tutor de Eloísa, la sobrina huérfana de Fulberto, el Canónigo de Paris. En la actualidad, cuando miles de mujeres entran en las universidades y se capacitan en las profesiones más variadas, eso no llamaría la atención. Las mujeres quieren estudiar y nadie les pone barreras, porque de hacerlo quedarían en evidencia.
En el Medioevo, la instrucción femenina quedaba reducida a lo doméstico. Se las formaba para ser dedicadas esposas y madres. ¿Cómo podía interesarse una mujer en el estudio de materias tan ajenas a las preocupaciones de su género, como Teología, Griego, Hebreo y Latín? Hasta las damas de la clase alta, rara vez aprendían a leer y escribir, porque consideraban que los estudios, como la guerra, eran actividades peligrosas, que desde tiempos inmemoriales habían quedado reservadas para los hombres.
Durante la cercanía que facilitaban las lecciones particulares, Abelardo se enamoró de Eloísa, y en lugar de controlar sus impulsos, como exigía la situación de un hombre de la Iglesia, fue incapaz de controlar sus impulsos. Compuso canciones para ella, que se han perdido. Ella le correspondió con un entusiasmo no inferior al de su búsqueda de conocimientos. La relación secreta había durado cuatro años, cuando ella quedó embarazada y parió un hijo al que nombró Astrolabio.
No sería justo comparar a Eloísa con Eva, portadora de una manzana fatal para el destino de su pareja y el suyo. Eloísa no tenía diecisiete años al iniciar la relación, por lo tanto era veinte años más joven que el maduro profesor. Ella era la inexperta que buscaba instrucción, él un seductor que la tenía a su entera disposición.
Los libros permanecían abiertos, pero el amor, más que la lectura, el tema de nuestros diálogos; intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían con más frecuencia a sus senos, que a los libros. (Abelardo: Historia de mis calamidades)
La historia de la pareja pecadora hubiera podido concluir allí mismo, como la historia de Francesca de Rimini, contada por Dante Alighieri en unos pocos versos de La Divina Comedia: una mujer atractiva se dedica a leer libros en compañía de un hombre joven, que no es un extraño, sino el hermano de su marido, y no hace falta nada más para que los dos se hundan en una pasión adúltera, que al ser descubierta les depara la muerte de manos del marido ofendido y la permanencia de ambos en uno de los círculos del Infierno. Cuando el poeta y narrador los encuentra y reconoce, el hombre avergonzado calla y la mujer habla por él:
El amor, que se apodera pronto de los corazones nobles, hizo que éste [Paolo] se prendase de aquella hermosa figura que me fue arrebatada del modo que todavía me atormenta. El amor, que al que es amado obliga a amar, me infundió por éste una pasión tan viva que, como ves, aún no me ha abandonado El amor nos condujo a una misma muerte. El sitio de Caín espera al que nos quitó la vida. (Dante Alighieri: La Divina Comedia)
Cuando Eloísa quedó embarazada y le fue imposible ocultarlo, Abelardo y ella se fugaron a Bretaña, la región natal del hombre. Allí contrajeron matrimonio y tuvieron a su hijo Astrolabio. Fulberto, el tío de la joven los persiguió, y unos sicarios que ejecutaban sus órdenes, castraron a Abelardo. La Justicia intervino, los agresores fueron cegados y sometidos a una mutilación similar.
El hombre se sumió en la depresión e ingresó un monasterio. El hijo fue entregado a una de sus hermanas, y con el tiempo siguió la carrera eclesiástica. Abandonada, Eloísa entró a un convento. ¿Le quedaba otra alternativa? Separados para siempre, los amantes intercambiaron una correspondencia que ha llegado a la posteridad.
Según otra versión menos idealizada de la misma historia, Eloísa se resistió al matrimonio, para no arruinar la carrera académica de Abelardo, que hubiera debido permanecer soltero para continuar enseñando al amparo de la Iglesia. Por eso ella negó luego en público haber contraído matrimonio.
No es imposible que el prudente Abelardo fuera quien propuso a Fulberto el matrimonio secreto con su sobrina y posterior encierro de Eloísa en un convento, con el objeto de retener su cátedra y continuar manteniendo la relación clandestina. Desde esta perspectiva, el hombre se muestra cada vez más mezquino y ella en una víctima de la desconsideración de su pareja.
Después de la boda clandestina y el nacimiento del hijo, el tío de Eloísa habría sospechado que Abelardo planeaba abandonar a su sobrina en el convento. En represalia, habría planificado el complot que culminó con la mutilación del hombre. Las cartas que ambos intercambiaron durante años, no permiten aclarar demasiado las circunstancias. En esos textos, Abelardo se muestra todo el tiempo arrepentido de lo sucedido entre ambos:
Tú sabes a qué bajeza me arrastró mi desenfrenada concupiscencia a nuestros cuerpos. Ni el simple pudor, ni la reverencia a Dios fueron capaces que apartarme del cieno de la lascivia, ni siquiera en los días de la Pasión del Señor. (Abelardo: carta a Eloísa
)
Fornicar en Semana Santa era una abominación tanto más repulsiva que haber violado los votos de castidad de un clérigo. Abelardo se presenta como un pecador humillado, que si bien no se encuentra en condiciones de continuar la frecuentación sexual que antes había disfrutado, no intenta reducir la magnitud de la falta que dejó atrás.
Eloísa, te amo más que nunca, y voy a descubrirte mi corazón: he ocultado mi pasión después de mi retiro, al mundo por vanidad y a ti por compasión; te quería curar con mi fingida indiferencia y excusarte las crueles amarguras de un amor sin esperanza. La soledad en que creí hallar un asilo contra ti, deja que ocupes sola mi corazón y mi entendimiento; por más que procuro apartarme de ti, tu imagen y mi pasión sigue sin cesar. (Abelardo: carta a Eloísa)
Durante años, Abelardo intentó convencer a su ex amante de que ella debía arrepentirse de lo sucedido, tal como él había hecho. El hábil argumentador que deslumbraba a los estudiantes universitarios con sus discursos, consigue en su correspondencia lo contrario de lo que pretende. Las cartas enviadas por la mujer delatan una pasión perturbadora, que no cede con el tiempo transcurrido, ni con la distancia física que se ha establecido entre ambos. Ni la castración de él, ni los votos religiosos pronunciados por ambos, impiden que Eloísa continúe enamorada.
No me escribas, no me escribas más; que ya es tiempo de poner fin a una correspondencia que hace infructuosas nuestras mortificaciones (...); mientras nos lisonjee la memoria de nuestros placeres pasados, nuestra vida será tormentosa y no gustaremos de las dulzuras de la soledad. (Abelardo: carta a Eloísa)
El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga, y si no te molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida estaba de que, cuanto más me humillara por ti, más grata sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo de tu gloria. (Eloísa: carta a Abelardo)
A Eloísa le tocó morir veinte años después de su amado. Consiguió que la enterraran en la misma tumba que él, incapaz de continuar oponiéndose desde el más allá. Sobre los restos de ambos sembraran un rosal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario