Marie Dentière |
Pareciera que la alianza que [las
mujeres nos] colocamos en nuestra mano el día del matrimonio, fuera como el
anillo del rey Giges, que tenía la propiedad de hacerlo invisible, pero en
nuestro caso, no para protegernos de nuestros enemigos, sino para arrebatarnos
el derecho al tiempo y al espacio, para impedirnos el acceso a la plaza
pública. (Marie Dentière)
A pesar de la rebelión contra la autoridad del Papa romano, Calvino
había prohibido en su culto la prédica de las mujeres, tal como la Iglesia Católica había hecho
durante siglos. La sociedad patriarcal concedía un limitado espacio al
desempeño de las mujeres, con tal que lo dedicaran al servicio de la familia,
comenzando por la obediencia al esposo, desatendiendo sus propios intereses.
Ellas podían ser vistas como reinas de la cocina y el dormitorio, pero en
ningún caso sus dueñas, puesto que debían compartir esos territorios con otras
personas (los hombres de la familia) a quienes les correspondía seguir.
El lugar de la mujer es la casa.
(Pierre-Joseph Proudhon: ¿Qué es la propiedad?)
Mujeres revolucionarias |
Quien declara esto es un destacado ideólogo del cambio
social del siglo XIX. Él se negaba a aceptar cualquier posibilidad de que las
mujeres fueran incluidas entre los beneficiados por el nuevo régimen de
derechos y obligaciones propuesto por la Revolución Francesa. Si las ciudadanas
continuaban marginadas ¿de quiénes debían esperarse las decisiones que
terminaran con esa situación?
Para una mujer (…) tener una
habitación propia, no digamos una habitación tranquila y a prueba de sonido,
era algo impensable aún a principios del siglo XIX, a menos que los padres de
la mujer fueran excepcionalmente ricos (…). Sus capital, que dependía de la
buena voluntad de su padre, solo le alcanzaba para vestir; ella estaba
desprovista de pequeñas posesiones al alcance hasta de hombres pobres, como
Keats, Tennyson o Carlyle. (Virginia Woolf: Una habitación propia)
Virginia Woolf |
En ese ambiente que podía suponerse liberado de
convenciones, Woolf planteaba la necesidad de establecer un espacio propio de
las mujeres, que les permitiera descubrir sus intereses y desarrollar sus
proyectos. Si ellas pesaban tan poco en la Historia de la Humanidad, era porque no
habían llegado a disfrutar las condiciones materiales que posibilitaron el rol
asumido por los hombres.
Nora Helmer, protagonista de la pieza teatral Casa de
Muñecas de Henryk Ibsen, estrenada cuarenta años antes, era todavía más
radical: no había ninguna posibilidad de desarrollo independiente para la
mujer, mientras continuara atada a la institución del matrimonio.
Jenny Westphalen y Karl Marx |
Casi por la misma época, Karl Marx le planteaba por escrito
a su esposa la urgente necesidad de acordar un distanciamiento que debía
servirles para reconsiderar su relación (y al menos en el caso de él, para
facilitar su relación con otra mujer).
La separación temporal es útil, ya
que la comunicación constante origina la apariencia de monotonía que lima la
diferencia entre las cosas. Hasta las torres de cerca no parecen tan altas,
mientras las minucias de la vida diaria, al tropezar con ellas crecen
desmesuradamente. Lo mismo sucede con las pasiones: los hábitos
consuetudinarios que como resultado de la proximidad se apoderan del hombre por
entero y toman forma de pasión, dejan de existir tan pronto desaparece del
campo visual su objeto directo. Las pasiones profundas (…) recuperan su vigor
bajo el mágico influjo de la ausencia. (Karl Marx: carta a su esposa Jenny von
Westphalen)
No cuesta demasiado entender que los seres humanos se atraen
y necesitan acercarse, tocarse, establecer una intimidad en la que los espacios
de cada uno se confunden, porque las fronteras desaparecen, pero la idea de
compartir durante la mayor parte del tiempo el poco o mucho espacio que se
dispone con otra persona, no siempre ha sido vista como la forma ideal de
convivir.
Para algunos, levantar las barreras y renunciar al espacio propio,
es una decisión atemorizante, que amenaza con trastornar sus hábitos más
arraigados y los obliga a retroceder, postergando cualquier compromiso a largo
plazo, como el matrimonio. ¿Será posible amoldarse a la rutina de convivir con alguien
que hasta entonces se conocía de lejos o basándose en breves encuentros, que
disimulaban pequeñas o grandes incompatibilidades? ¿Terminará arrepintiéndose
del proyecto de compartir el espacio?
Hay parejas encantadoras o seductoras, que sin embargo
roncan, que huelen mal cuando los perfumes y desodorantes se disipan, que hablan
más de lo necesario, que están siempre vigilando a la otra persona. Hay novios atentos al mínimo capricho de sus novias, que se
revelan como celosos patológicos, una vez que la vida en común se establece. ¿Aceptará
cada miembro de la pareja las (buenas y malas) costumbres que el otro aporta a
la relación, que no suelen ser confesadas durante la etapa de acercamiento, que
a veces ni siquiera se han revelado y no siempre están dispuestos a sacrificar?
Mujeres griegas en el gineceo |
Para los griegos de la Antigüedad, establecer una prudente
distancia entre los géneros era la única alternativa que se dejaba para la
mujer digna de respeto y el hombre responsable ante sus iguales. Según los
espartanos que vivían preparándose para la guerra, la vecindad del
enamoramiento heterosexual, el matrimonio y la vida familiar, planteaban
riesgos indeseables para los intereses del Estado. Que los encuentros sexuales
entre marido y mujer debieran hacerse sin luces, indica no la obligación de
preservar el pudor, como la imposición de mantener lo más impersonal que fuera
posible una relación que no debía complicarse con el afecto. Hasta la simple
idea de comer en familia era interpretada como un resquebrajamiento de la
disciplina militar.En la democrática Atenas, el lugar asignado a la mujer no
era más amplio.
La esposa ocupaba un espacio propio, el Gineceo, ubicado lejos
de la calle, en la parte más oculta de la casa, compartido con sirvientas y niños
pequeños. El hombre la visitaba cada vez que deseaba, para mantener relaciones
sexuales destinadas a la procreación. Una vez satisfecho, se apartaba a su
propio espacio, que incluía las calles y plazas, compartidas con otros hombres.
Los encuentros más estimulantes entre hombres y mujeres
ocurrían durante las orgías, banquetes que combinaban la discusión intelectual
del alto vuelo, el sexo, la comida y el consumo de vino. Allí, las mujeres
invitadas eran atractivas y bien educadas hetairas (prostitutas) con quienes
los hombres discurrían de igual a igual, acerca de política y filosofía.
Estaban maquilladas, lucían largas cabelleras y escotes, habían leído libros y
estaban informadas sobre la actualidad, a diferencias de las esposas. Cualquier
desborde estaba permitido en ese espacio controlado por los hombres, similares
a los clubes Playboy del siglo XX, con la diferencia de la cultura involucrada.
Los espartanos desconfiaban tanto de las relaciones
heterosexuales, que ponían límites legales odiosos como la obligación efectuar
los contactos en la más completa oscuridad, sin otro objeto que generar ciudadanos
útiles para el Estado. Hasta la simple idea de comer en familia era
interpretada como un resquebrajamiento de la disciplina militar.
Mujeres chinas del Medioevo |
Pies de mujer china |
En ocasiones, juzgan, están demasiado próximos de la pareja,
a quien ven dormir o despertar, libre de los artificios de la seducción diurna,
y donde están sin mayores defensas cuando se desencadena una agresión. Dormir
con la pareja, aplaca los temores nocturnos a la soledad, suministra un
interlocutor permanente, que fuerza a un diálogo continuado, capaz de agotar
todos los temas imaginables y destruir gran parte del encanto de cualquier
relación. Muchas parejas naufragan en el territorio de la cama compartida,
mientras que otras solo se mantienen vigentes gracias a esa vecindad donde se
acompañan, consuelan o establecen treguas en el final de cada jornada.