Al comparar distintas culturas, se advierte que los hombres y las mujeres son alentados (incluso conminados) por la sociedad a formar parejas estables y tener hijos, mientras que en forma paralela se les ponen obstáculos, destinados a restringir las tendencias que se opongan a las normas establecidas. El incesto, la promiscuidad, la homosexualidad, incluso la soltería y la dedicación a la vida contemplativa, quedan fuera de las opciones que se aceptan en la comunidad, y en algunos casos se las reprime en forma decidida.
Los asirios alentaban a las jóvenes casaderas a prostituirse durante un año en beneficio del culto de la diosa Ishtar, pero una vez superado ese período que se consideraba educativo y piadoso, el matrimonio se imponía, con reglas de fidelidad no menos estrictas que las actuales.
Raros son los ejemplos de sociedades en las que el llamado amor libre se tolera abiertamente, como sucedió durante los primeros años de la Unión Soviética (como queda registrado en la comedia
Cama o Sofá de Abram Room) o el ámbito de las comunas hippies norteamericanas de los años `70. ¿Qué puede hacerse con una modalidad de relación donde los individuos se reúnen o separan sin mayores problemas, de acuerdo al capricho o la atracción sexual que experimentan unos por otros? Hoy pueden amarse apasionadamente, a pesar de lo cual mañana advierten que eran incompatibles, porque se aburrieron o se les cruzó en el camino otra pareja más interesante. Una volatilidad semejante es peligrosa para la estabilidad social.
Las hormonas no suelen fundamentar relaciones demasiado sólidas, ni tampoco previsibles, como es el objetivo de cualquier institución. El simple entusiasmo, el enamoramiento que estalla en segundos y como llegó se desvanece, no brinda ninguna base confiable para la comunidad. Por lo tanto, los hombres y mujeres que se sienten atraídos mutuamente, deben superar las barreras en ocasiones odiosas, que se les plantean desde las instituciones, para dificultar el cumplimiento de un encuentro que sin embargo se presenta como deber.
Cuando hay que armar parejas, la intermediación femenina de la chaperona (carabina o dueña en España) resultaba insustituible para la cultura patriarcal. Bartolomé Murillo pintó a una Joven y su Dueña. La primera se exhibe en una ventana, mientras la segunda se cubre la cara y al mismo tiempo garantiza con su gesto pudoroso, que la soltera no esté ofreciéndose sin condiciones.
Puede ser que los hombres desconfíen de la idoneidad de las mujeres en las tareas del gobierno, en el manejo de los negocios o el culto religioso, tareas que se consideran serias y difíciles de controlar. Para compensarlas de tanta represión de las habilidades femeninas, se les otorga el control de los asuntos domésticos, una esfera de menor rendimiento económico, donde le toca a los hombres la imagen de poco confiables, porque ante el menor inconveniente, dejan de lado las normas que ellos mismos elaboraron.
Las mujeres (también los eunucos, en aquellas sociedades en las que tal clase de personas es fabricada) son los convocados para organizar la existencia de jóvenes solteras, cuyo honor debería preservarse para el matrimonio. Ellas no pueden circular demasiado en busca de marido (situación que es el objetivo fundamental de sus vidas) porque la simple exposición pública las devalúa ante la comunidad, tal como pensaban los griegos del mundo antiguo o los musulmanes de todas las épocas.
Si las mujeres quieren conocer a eventuales parejas masculinas (o hacer que los hombres solteros las descubran, se interesen en ellas y las libren de la vergüenza de pasar el resto de sus vidas sin marido) tendrán que recurrir a los servicios de especialistas femeninas, que por su condición social desprotegida o por su edad madura, no corren tantos peligros de sufrir el abuso masculino.
La chaperona o acompañante femenina, era quien impedía tradicionalmente que las parejas heterosexuales se quedaran a solas en público o privado, una situación que de acuerdo a la visión tradicional conducía inevitablemente a la deshonra de de la mujer involucrada. Bastaba la breve soledad de una pareja para que todo el mundo considerara que aprovechando la circunstancia, había habido alguna actividad sexual.
Imposible hacerse ilusiones respecto de los hombres, porque se los consideraba depredadores compulsivos. Bastaba que una mujer hubiera quedado expuesta a la vecindad de un hombre en una habitación cerrada, a pocos metros del resto de la familia, en el zaguán de la casa familiar, en una calle o plaza poco iluminada, en una última fila de una sala de cine, en el interior de un auto sin luces, para que se diera por hecho el contacto sexual entre ambos.
Durante todo ese tiempo del noviazgo, el novio solamente podía robarle unos cuantos besitos a la muchacha cuando su mamá se iba de a la cocina a colar café; unas cuantas caricias más apasionadas (…) si se les presentaba la oportunidad en algún lugar, y si tenía mucha suerte, le rozaría una rodilla a su futura esposa. (Esteban Fernández: Los antiguos noviazgos cubanos)
La chaperona insobornable y experimentada en esas lides (incluso la misma madre o una tía, no cualquier hermana o hermano menor, cuya complicidad pudiera ser comprada con algunas golosinas) acompañaba a las parejas durante los encuentros del noviazgo, un proceso lento de acercamiento y contención, que podía insumir varios años, durante los cuales se suponía que la pareja llegaba a conocerse bien, aunque lo más probable era que todo el contacto se redujera a diálogos rutinarios, pequeños regalos intercambiados regularmente, breves besos y preparativos interminables de la ropas y la vajilla utilizarían después del matrimonio.
Los intereses de la familia de la novia estaban cautelados durante este proceso por la vigilancia de la chaperona. Con su presencia incómoda, ella recordaba a la pareja que no habían terminado de consolidarse, los límites de conducta impuestos por la opinión dominante: la reglamentación de días y horas de visitas, el lugar donde se efectuaban los encuentros, la iluminación y el mobiliario que iban a utilizar los novios para no molestar a nadie.
No podían acercarse demasiado, aunque compartieran el mismo asiento. El sofá era inadecuado, porque no costaba mucho convertirlo en peligroso lecho. Las sillas separadas resultaban una tortura para aquellos que a pesar de las restricciones deseaban tocarse. Durante el siglo XIX y comienzos del XX, se utilizó el ingenioso vis-a-vis, un sillón para dos personas, que obligaba a sentarse en direcciones opuestas, por lo que quedaban de lado (podían besarse fugazmente) a pesar de que cualquier contacto de la cintura para abajo quedara impedido.
Buena parte de la intimidad entre los novios quedaba postergada a momentos tales como la recepción o la despedida, que ocurrían en la tierra de nadie de la entrada a la casa de la novia. Allí, en la puerta de calle o en el zaguán mal iluminado, se intercambiaban besos furtivos, caricias, toqueteos, incluso la consumación de la actividad sexual tantas veces reprimida, en situaciones precarias, con riesgo de que la privacidad fuera invadida en cualquier momento por la llegada de parientes o vecinos.
En pocas décadas, las restricciones anteriores fueron levantadas en buena parte del planeta. Los adultos están distraídos o han desesperado de la posibilidad de controlar la conducta sexual de sus hijos y parecen dispuestos a aceptar lo que sea. Las nuevas generaciones no consiguen imaginar, desde la más temprana adolescencia, que los adultos puedan cuestionar su vida sexual sin que se rían en su cara. Hay categorías como “los amigos con ventaja” que se han ido difundiendo en distintos sectores sociales y desdibujan la frontera que tradicionalmente se daba entre amistad y concubinato. Sexo hay, esporádico, pero compromiso no. Mejor dicho, el sexo no compromete demasiado, puesto que hay preservativos, anticonceptivos, píldoras del día después, etc.
Por lo tanto, las chaperonas que controlaban la sexualidad de los novios debieran ser un tema del folklore, tan improbable como los carros tirados por caballos y el cine mudo.En la actualidad, sin embargo, los gobiernos locales de Japón, deseosos de detener la baja constante de la tasa de fertilidad que sufre el país, emplean a mujeres que recorren las casas de sus vecinos para averiguar la disponibilidad de hombres solteros. Ellas organizan fiestas destinadas a poner en contacto a hombres y mujeres que de otro modo, por el aislamiento que se ha vuelto una característica no buscada de la modernidad, continuarían cada uno por su lado.
Internet ha llegado también para relacionar a solitarios, desde los chats que permiten diálogos desinhibidos entre solitarios, a los servicios de las empresas on line, que ofrecen organizar todo tipo de parejas.
En la fantasía de un cantor popular brasileño, la testigo del cortejo amoroso se convierte en el centro de una perversa relación entre tres.
Yo me siento el rey / de un pequeño harén, / aunque ya no sepamos bien / quién vigila a quién. (Moderatto: Chaperona
)
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