La actriz Audrey Hepburn, a mediados del siglo XX, declaraba no compartir la cama con su primer marido, el actor Mel Ferrer, a pesar de que parecían tener una buena relación. Hay parejas sólidas, incluso enamoradas, pero también incómodas para descansar juntas. Roncan, como le sucede a la mayoría de los hombres. Fuman en la cama. Comen. Hablan o se mueven en sueños. Acaparan las sábanas y mantas dispuestas para los dos. Miran televisión hasta muy tarde. Atienden llamadas telefónicas en medio de la noche. Se levantan con frecuencia para ir al baño, cuando envejecen.
Hay una lista interminable de situaciones incómodas que
justificarían la opción de las parejas que duermen en camas separadas, como ha
sucedido a lo largo de casi toda la Historia, porque la idea de dormir juntos
se impuso apenas hace un par de siglos. Hombres y mujeres podían encontrarse en
la cama para mantener cómodas relaciones sexuales, no necesariamente para
descansar. Ese lapso ha bastado para difundir la imagen de la cama compartida
como espacio inevitable de la vida en pareja.
El hecho de dormir juntos, con
tiempo frío o cálido, parecía una hebra necesaria para la construcción del
entramado matrimonial. Si esa hebra se rompía, todo el tejido podía deshacerse.
De qué modo, no estaba segura. Pero creía firmemente que la costumbre que tenía
su madre de dormir en una habitación separada de la de su padre, había
determinado que la vida familiar de su infancia no hubiera sido todo lo cálida
que habría podido ser. (Lilian Smith: Extraño fruto)
Paul Rosenblat ha dedicado un libro (Two in Bed: the Social
System of Couple Bed Sharing) al estudio de la comunicación que ocurre en el
territorio de la cama. Dormir acompañado tiene ventajas que no hace falta
describir, por el clima emocional que genera en la pareja bien avenida, pero
define un campo de batalla indeseable para la pareja que no se lleva bien. Al
dormir, se toca al acompañante o se sabe que ante la menor duda, podría
tocárselo de inmediato y verificar que no se está aislado en el mundo.
Disponer de una cama propia, al igual que disponer de una
mesa bien servida, han sido aspiraciones difíciles de obtener para los niños y
las mujeres, dos componentes de la sociedad patriarcal que suelen ser
marginados cuando se privilegia la satisfacción de los hombres. El rol secundario
que les ha sido asignado, se manifiesta en el momento de dormir o alimentarse.
Aquellos que disfrutan del Poder, se reservan los alimentos más nutritivos y
lechos blandos, abrigados en invierno, frescos en verano. Los otros se quedan
con los restos, se acomodan como pueden.
Se afirma que en la actualidad, en los EEUU, un centenar de
niños pequeños mueren todos los años como consecuencia de dormir con adultos
que los sofocan durante el sueño. Hay madres que llevan a los niños a la cama
matrimonial, para librarse de los reclamos de su pareja. Los pobres comparten
la cama o carecen de ella, se las componen para descansar en las condiciones
menos adecuadas. Dormir sin la vecindad de otros seres humanos que estorben el
descanso o permitan el abuso sexual, son aspiraciones que se manifiestan
reiteradamente y rara vez suelen ser oídas.
Durante el siglo XIX, el ideal de una convivencia
matrimonial en las clases acomodadas de Occidente, era que el hombre y la mujer
tuvieran dormitorios separados, baños separados, guardarropas separados. Si al
marido se le ocurría introducirse en la cama de su legítima esposa, para dar
cumplimiento a sus deberes conyugales, bastaba que tocara la puerta que los
separaba y fuera autorizado verbalmente por ella, para entrar en ese espacio ajeno,
proceder a ejecutar sus planes en medio de la oscuridad y retirarse
prudentemente a continuación, con el objeto de que ambos descansaran por separado.
Actuando de ese modo, argumentaban los victorianos, disminuían las
posibilidades de que marido y mujer se aburriera el uno del otro o se entramparan
en conflictos domésticos.
Muy avanzado el siglo XX, la idea de establecer espacios
cercanos pero independientes, reaparecía en el empleo de las camas gemelas de
las parejas, en lugar de la cama doble que facilita los contactos. Para la
industria del cine de Hollywood, controlada por el Código Hays desde los años
´30 a los ´60, no estaba permitido que un hombre y una mujer, lo mismo daba si eran
casados o solteros, compartieran la misma cama en la pantalla, excepto que mantuvieran
un pie en el suelo, cabe suponer que con el objeto de no excitar demasiado la
imaginación de la audiencia.
La noción del riesgo que ofrece la cama es antigua. El
interés que suscita ese pequeño territorio puede resultar peligroso para los
grandes proyectos de la sociedad. Cuando hombres y mujeres disfrutan demasiado
del lecho que comparten, ¿cómo conseguir que dediquen suficientes energías a
salvar sus almas o servir al Estado? Los espartanos mantenían separados a los
soldados y sus esposas, permitiéndoles breves encuentros nocturnos, en plena
oscuridad, para que se reprodujeran y no alimentaran sentimientos.
En la democrática y
refinada Atenas, el lugar asignado por las costumbres a la mujer, no era más
amplio. La esposa ocupaba un espacio
propio, el Gineceo, ubicado lo más lejos posible de la calle, en una parte oculta
de la casa, compartida por las sirvientas y niños pequeños. El marido la
visitaba cada vez que lo deseaba, con el objeto de mantener relaciones sexuales
destinadas a la procreación. Una vez satisfechos sus deseos, él se apartaba a
su propio espacio, que incluía el resto de la casa y sobre todo el resto de la
ciudad, los gimnasios, estadios, calles y plazas donde transcurría la vida
pública y le resultaba posible alternar con otros hombres (y las prostitutas
bien educadas y maquilladas, con las que realmente se disfrutaba del contacto
con el otro sexo).
Dormir todas las noches con la pareja, en la misma cama, un artefacto
cuyas dimensiones permite estar juntos y al mismo tiempo suministrar a cada uno
su propio espacio, en el que se está bastante cerca para tocarse durante la
noche, sea por descuido o deseo, es una apuesta que atrae a la mayor parte de
los hombres y alarma a otros.
En ocasiones, consideran los recelosos, se encuentran
demasiado próximos de la pareja, a quien ven dormir o despertar, libre de los
artificios de la seducción que elaboran durante el resto de la jornada. Allí se
encuentran sin mayores defensas cuando se desencadena alguna agresión. Una
mujer furiosa es una fuerza de la Naturaleza. Si Holofernes no hubiera
compartido la cama con Judith, habría mantenido en su sitio la cabeza. En los
tiempos modernos, la vengativa Lorena Bobbit aprovecha la cama donde duerme la
borrachera su marido, para castrarlo por el maltrato que ha sufrido.
Dos condenados unidos por la misma cadena no se aburren;
piensan en la evasión; pero nosotros no tenemos ningún tema de qué hablar. Nos
lo hemos dicho todo. (...) No podemos pasear. El paseo sin conversación, sin
interés, es imposible. Mi marido pasea conmigo por pasear, como si estuviera
solo (Honoré de Balzac: Pequeñas Miserias de la Vida Conyugal)
A pesar de la atracción que sentía por las mujeres, Balzac
no llegó a casarse nunca. Negoció durante años el proyecto de hacerlo con la
condesa Hanska, una mujer culta y bella, que lo adoraba y se convirtió en
principal destinataria de su correspondencia, que vivía en otro país, a miles
de kilómetros de distancia. Por un motivo u otro, el escritor no terminaba de
decidirse. Renunciar a su independencia le costaba, y nadie (ni siquiera la
mujer con quien estaba relacionado) hubiera podido obligarlos a comprometerse
más. Para calmar sus urgencias sexuales, le bastaban con recurrir a las
prostitutas que no interrumpían su trabajo, si él no las convocaba, y de las
cuales se desembarazaba después de pagarles, para continuar escribiendo.
Dormir con la pareja, aplaca los temores nocturnos a la
soledad, suministra un interlocutor permanente, que fuerza a mantener un
diálogo continuado, capaz de agotar todos los temas imaginables y destruir gran
parte del encanto de cualquier relación. Muchas parejas naufragan en el
territorio de la cama compartida, mientras que otras solo se mantienen vigentes
gracias a esa vecindad donde se acompañan, consuelan o establecen treguas en el
final de cada jornada. Según Otto Rank, en El Trauma del Nacimiento, al dormir
acompañado se intenta superar el trauma de haber abandonado la matriz materna
en el momento de nacer (una hipótesis que sería confirmada por la frecuencia de
las posturas fetales que la gente adopta durante el sueño).
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