miércoles, 9 de julio de 2014

CAMAS COMPARTIDAS


La actriz Audrey Hepburn, a mediados del siglo XX, declaraba no compartir la cama con su primer marido, el actor Mel Ferrer, a pesar de que parecían tener una buena relación. Hay parejas sólidas, incluso enamoradas, pero también incómodas para descansar juntas. Roncan, como le sucede a la mayoría de los hombres. Fuman en la cama. Comen. Hablan o se mueven en sueños. Acaparan las sábanas y mantas dispuestas para los dos. Miran televisión hasta muy tarde. Atienden llamadas telefónicas en medio de la noche. Se levantan con frecuencia para ir al baño, cuando envejecen.

Hay una lista interminable de situaciones incómodas que justificarían la opción de las parejas que duermen en camas separadas, como ha sucedido a lo largo de casi toda la Historia, porque la idea de dormir juntos se impuso apenas hace un par de siglos. Hombres y mujeres podían encontrarse en la cama para mantener cómodas relaciones sexuales, no necesariamente para descansar. Ese lapso ha bastado para difundir la imagen de la cama compartida como espacio inevitable de la vida en pareja.

El hecho de dormir juntos, con tiempo frío o cálido, parecía una hebra necesaria para la construcción del entramado matrimonial. Si esa hebra se rompía, todo el tejido podía deshacerse. De qué modo, no estaba segura. Pero creía firmemente que la costumbre que tenía su madre de dormir en una habitación separada de la de su padre, había determinado que la vida familiar de su infancia no hubiera sido todo lo cálida que habría podido ser. (Lilian Smith: Extraño fruto)

Paul Rosenblat ha dedicado un libro (Two in Bed: the Social System of Couple Bed Sharing) al estudio de la comunicación que ocurre en el territorio de la cama. Dormir acompañado tiene ventajas que no hace falta describir, por el clima emocional que genera en la pareja bien avenida, pero define un campo de batalla indeseable para la pareja que no se lleva bien. Al dormir, se toca al acompañante o se sabe que ante la menor duda, podría tocárselo de inmediato y verificar que no se está aislado en el mundo.

Disponer de una cama propia, al igual que disponer de una mesa bien servida, han sido aspiraciones difíciles de obtener para los niños y las mujeres, dos componentes de la sociedad patriarcal que suelen ser marginados cuando se privilegia la satisfacción de los hombres. El rol secundario que les ha sido asignado, se manifiesta en el momento de dormir o alimentarse. Aquellos que disfrutan del Poder, se reservan los alimentos más nutritivos y lechos blandos, abrigados en invierno, frescos en verano. Los otros se quedan con los restos, se acomodan como pueden.

Se afirma que en la actualidad, en los EEUU, un centenar de niños pequeños mueren todos los años como consecuencia de dormir con adultos que los sofocan durante el sueño. Hay madres que llevan a los niños a la cama matrimonial, para librarse de los reclamos de su pareja. Los pobres comparten la cama o carecen de ella, se las componen para descansar en las condiciones menos adecuadas. Dormir sin la vecindad de otros seres humanos que estorben el descanso o permitan el abuso sexual, son aspiraciones que se manifiestan reiteradamente y rara vez suelen ser oídas.  

Durante el siglo XIX, el ideal de una convivencia matrimonial en las clases acomodadas de Occidente, era que el hombre y la mujer tuvieran dormitorios separados, baños separados, guardarropas separados. Si al marido se le ocurría introducirse en la cama de su legítima esposa, para dar cumplimiento a sus deberes conyugales, bastaba que tocara la puerta que los separaba y fuera autorizado verbalmente por ella, para entrar en ese espacio ajeno, proceder a ejecutar sus planes en medio de la oscuridad y retirarse prudentemente a continuación, con el objeto de que ambos descansaran por separado. Actuando de ese modo, argumentaban los victorianos, disminuían las posibilidades de que marido y mujer se aburriera el uno del otro o se entramparan en conflictos domésticos.

Muy avanzado el siglo XX, la idea de establecer espacios cercanos pero independientes, reaparecía en el empleo de las camas gemelas de las parejas, en lugar de la cama doble que facilita los contactos. Para la industria del cine de Hollywood, controlada por el Código Hays desde los años ´30 a los ´60, no estaba permitido que un hombre y una mujer, lo mismo daba si eran casados o solteros, compartieran la misma cama en la pantalla, excepto que mantuvieran un pie en el suelo, cabe suponer que con el objeto de no excitar demasiado la imaginación de la audiencia.

La noción del riesgo que ofrece la cama es antigua. El interés que suscita ese pequeño territorio puede resultar peligroso para los grandes proyectos de la sociedad. Cuando hombres y mujeres disfrutan demasiado del lecho que comparten, ¿cómo conseguir que dediquen suficientes energías a salvar sus almas o servir al Estado? Los espartanos mantenían separados a los soldados y sus esposas, permitiéndoles breves encuentros nocturnos, en plena oscuridad, para que se reprodujeran y no alimentaran sentimientos.

 En la democrática y refinada Atenas, el lugar asignado por las costumbres a la mujer, no era más amplio.  La esposa ocupaba un espacio propio, el Gineceo, ubicado lo más lejos posible de la calle, en una parte oculta de la casa, compartida por las sirvientas y niños pequeños. El marido la visitaba cada vez que lo deseaba, con el objeto de mantener relaciones sexuales destinadas a la procreación. Una vez satisfechos sus deseos, él se apartaba a su propio espacio, que incluía el resto de la casa y sobre todo el resto de la ciudad, los gimnasios, estadios, calles y plazas donde transcurría la vida pública y le resultaba posible alternar con otros hombres (y las prostitutas bien educadas y maquilladas, con las que realmente se disfrutaba del contacto con el otro sexo).

Dormir todas las noches con la pareja, en la misma cama, un artefacto cuyas dimensiones permite estar juntos y al mismo tiempo suministrar a cada uno su propio espacio, en el que se está bastante cerca para tocarse durante la noche, sea por descuido o deseo, es una apuesta que atrae a la mayor parte de los hombres y alarma a otros.

En ocasiones, consideran los recelosos, se encuentran demasiado próximos de la pareja, a quien ven dormir o despertar, libre de los artificios de la seducción que elaboran durante el resto de la jornada. Allí se encuentran sin mayores defensas cuando se desencadena alguna agresión. Una mujer furiosa es una fuerza de la Naturaleza. Si Holofernes no hubiera compartido la cama con Judith, habría mantenido en su sitio la cabeza. En los tiempos modernos, la vengativa Lorena Bobbit aprovecha la cama donde duerme la borrachera su marido, para castrarlo por el maltrato que ha sufrido.

Dos condenados  unidos por la misma cadena no se aburren; piensan en la evasión; pero nosotros no tenemos ningún tema de qué hablar. Nos lo hemos dicho todo. (...) No podemos pasear. El paseo sin conversación, sin interés, es imposible. Mi marido pasea conmigo por pasear, como si estuviera solo (Honoré de Balzac: Pequeñas Miserias de la Vida Conyugal)

A pesar de la atracción que sentía por las mujeres, Balzac no llegó a casarse nunca. Negoció durante años el proyecto de hacerlo con la condesa Hanska, una mujer culta y bella, que lo adoraba y se convirtió en principal destinataria de su correspondencia, que vivía en otro país, a miles de kilómetros de distancia. Por un motivo u otro, el escritor no terminaba de decidirse. Renunciar a su independencia le costaba, y nadie (ni siquiera la mujer con quien estaba relacionado) hubiera podido obligarlos a comprometerse más. Para calmar sus urgencias sexuales, le bastaban con recurrir a las prostitutas que no interrumpían su trabajo, si él no las convocaba, y de las cuales se desembarazaba después de pagarles, para continuar escribiendo.

Dormir con la pareja, aplaca los temores nocturnos a la soledad, suministra un interlocutor permanente, que fuerza a mantener un diálogo continuado, capaz de agotar todos los temas imaginables y destruir gran parte del encanto de cualquier relación. Muchas parejas naufragan en el territorio de la cama compartida, mientras que otras solo se mantienen vigentes gracias a esa vecindad donde se acompañan, consuelan o establecen treguas en el final de cada jornada. Según Otto Rank, en El Trauma del Nacimiento, al dormir acompañado se intenta superar el trauma de haber abandonado la matriz materna en el momento de nacer (una hipótesis que sería confirmada por la frecuencia de las posturas fetales que la gente adopta durante el sueño).

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