sábado, 3 de septiembre de 2016

MUJERES PROSTITUIDAS (I): DEL ESTIGMA A LA PIEDAD


Henri de Toulouse-Lautrec: Prostitutas


Aparta, pues, los ojos de la mujer ataviada, y no mires la hermosura que tiene, porque de la vista nace el pensamiento, del pensamiento la delectación, de la delectación el consentimiento, del consentimiento la obra, de la obra la costumbre, de la costumbre la obstinación, y así la condenación para siempre jamás. (Francisco de Castro: Reformación Cristiana, fines del siglo XVI)

Al observar culturas distantes y las épocas más opuestas, se advierte una situación que reaparece: mujeres que se venden (o que con más frecuencia son vendidas por aquellos que tienen algún poder sobre ellas) y hombres que están dispuestos a comprarlas (en ciertas ocasiones, alquilándolas por un rato, en otras convirtiéndose en su propietario legal por el resto de la vida). La imagen es perturbadora para quienes han crecido en el área de influencia de las grandes religiones monoteístas, que suelen asociar al sexo con el pecado, la mancha del historial de alguien (sobre todo, la mujer) que no puede quitarse después de adquirida o que debe expiarla (pagarla) de manera cruenta. 

En Chipre y Fenicia, en la ciudad de Babilonia como en Baalbec, cientos de años antes de nuestra era, las mujeres demostraban su devoción por la diosa de la fertilidad (Artemisa para los griegos, Astarté o Ishtar para los sumerios) prostituyéndose a los extranjeros, en las gradas del templo de la divinidad, con el objeto de donar las ganancias obtenidas al culto. No quedan testimonios que permitan averiguar cuáles eran los sentimientos de aquellos que se involucraban en el tráfico carnal. ¿Lo sufrían estas mujeres como una carga que no se correspondía con sus deseos? ¿Lo aceptaban como una obligación pasajera, similar a lo que hoy es el servicio militar en muchos países? ¿Llegaban a disfrutarlo como un aprendizaje de técnicas sexuales, del cual salían mejor preparadas para el matrimonio?
No importaba que esas mujeres fueran pobres o ricas. Todas cumplían con el ritual. Ante la ausencia de viajeros que se daba en ciertas épocas, algunas de estas fieles debían esperar años para dar cumplimiento a sus obligaciones y quedar en condiciones de casarse.
Una costumbre como ésta, fue condenada por los hebreos, sus enemigos, que habían estado sometidos a los babilónicos y no guardaban buena memoria de esa etapa de su Historia. Para los hebreos, la prostituta debía ser lapidada. Ella enlodaba la imagen del pueblo elegido. Se había expuesto al contacto con hombres de otras creencias. La mala fama que la sociedad babilónica arrastra, puede atribuirse a la decisión hebrea de diferenciarse de sus vecinos que los habían sometido durante siglos.

De los labios de la adúltera fluye miel; su lengua es más suave que el aceite. Pero al fin resulta más amarga que la hiel y más cortante que una espada de dos filos. Sus pies descienden hasta la muerte, sus pasos van derecho al sepulcro. (Proverbios 5: 3-5)

José Echenagusia: Sansón y Dalila
Seducción y perdición de la mujer aparecen estrechamente ligadas en el texto de la Biblia. Aquella que accede a los requerimientos masculinos (y a sus propios deseos) sin atenerse a las normas de contención establecidas por la comunidad, no tiene la oportunidad de redimirse después. En la prostitución femenina no parece haber otro objetivo que extraviar el buen criterio de los hombres, atraparlos con el objeto de despojarlos de su capital y alejarlos de la fe de sus mayores. Dalila no desea a Sansón; solo le permita que él acceda a su cuerpo para derrotar a un conductor del pueblo enemigo.
En el relato de Ezequiel, el comportamiento de dos hermanas hebreas que se prostituyen en Egipto, es descrito en detalle pero sin atisbos de complacencia, con asco, a manera de ejemplo que debe recordarse para no incurrir en nada parecido:

Mandaron a traer a gente de tierras lejanas, y mientras tanto se bañaron, se pintaron los ojos y se adornaron con joyas. Cuando ellos llegaron, ellas los recibieron recostadas en lujosas camas. La mesa estaba ya servida, frente a ellas, y allí pusieron el incienso y el perfume que antes me ofrecían a mí [Dios]. El griterío que se escuchaba era el de una multitud en fiesta. Era la gente que había llegado del desierto, y que estaba adornando a esas mujeres con pulseras y con bellas diademas. (…) Pero un día los hombres justos las acusarán y declararán culpables, porque son unas adúlteras y asesinas. (Ezequiel: 23: 40-45)

Para el Evangelista, la posibilidad de una redención de la mujer pública, viene a sumarse a esa visión condenatoria, aunque solo en casos excepcionales, como el de María Magdalena (o el personaje que nos ha legado la tradición, compuesto por varias mujeres bíblicas del mismo nombre) la decisión de convertirse a la nueva fe le permitiría borrar el pasado, a condición de dedicarse a la difusión del nuevo ideario que la redimía.
Banquete griego con hetairas
En Grecia, como en Roma, la prostitución era tolerada (después de todo, ¿dónde podía un hombre libre encontrar vino, música y buena conversación femenina, si no era en compañía de alguna hetaira?) pero se la mantenía a prudente distancia de la familia legalmente constituida, para que no la corrompiera con su ejemplo; también para que no enlodaran la imagen familiar de sus clientes.
José Frappa: Friné y los jueces
La cortesana Friné, modelo de pintores y escultores, cuyo cuerpo solía ser comparado con el de la diosa Afrodita, fue acusada de impiedad (un delito que acarreaba la muerte, como había comprobado Sócrates). Para defenderla, su abogado Hipérides le pidió que se desnudara ante el tribunal. Bastó ese recurso para que los jueces decidieran que no podían privar al mundo de tanta belleza, que debía provenir de los dioses.  
Para los romanos, el ejercicio de la prostitución no era un oficio exclusivo de las mujeres. Los burdeles masculinos eran tan frecuentes como aquellos atendidos por mujeres. Constantino, emperador romano que se convirtió al cristianismo, prohibió esos establecimientos durante el siglo cuarto de nuestra era, demolió los templos de la diosa de la fertilidad y ordenó que construyeran iglesias en los mismos lugares.
Durante el Medioevo europeo, se alternó la persecución de las prostitutas, a quienes se marcaba con un hierro candente para que no pudieran ocultar la condena de la sociedad, con la aceptación de que se trataba de un mal menor, dada la situación de los hombres, que no podían casarse libremente antes de cumplir los treinta años. La homosexualidad, la masturbación o el bestialismo, se consideraba, eran males todavía peores. Cada una de esas prácticas exponía a los culpables al fuego eterno del Infierno. La mujer que se prostituía era comparada con la sentina de los barcos y los desagües de los palacios: infames, pero inevitables.

Expulsad a las cortesanas y en seguida las pasiones lo confundirán todo, ya que llevan una vida impura, pero las leyes del orden les asignan un lugar, por más vil que sea. (Agustín de Hipona: Confesiones)

Prostíbulo medieval
De acuerdo a pensadores cristianos del Medioevo, el tráfico carnal constituía un pecado venial, si existía consentimiento entre las partes. En todo caso, era preferible la prostitución de los solteros, antes que la infidelidad que atentaba contra uno de los sacramentos instituidos por Dios. Desde el siglo XIV se instalaron burdeles en zonas segregadas de las grandes ciudades europeas, aprovechando la autorización que se les concedía, para cobrarles impuestos que debían financiar las obras públicas. De ese modo, la actividad era tolerada y al mismo tiempo restringida detrás de altos muros, en la confianza de que su existencia no corrompería al resto de la comunidad. 
Dondequiera aparecen las prostitutas, demuestran que la sociedad no otorga a los hombres y las mujeres los mismos derechos y obligaciones. Más aún, demuestran que las mujeres suelen ser puestas al servicio unilateral de los hombres, quienes las buscan para disfrutar (ellos) de la actividad sexual que exigen sus hormonas, pero no están dispuestos a considerarlas (a ellas) como sus iguales en el disfrute, por lo que acompañan el contacto más íntimo con el desprecio.

Vender su cuerpo, o más precisamente adquirirlo para uso sexual, constituye uno de los últimos recursos posibles cuando los medios legítimos de adquisición económica (…) resultan inaccesibles. La prostitución depende de la economía informal, al igual que actividades como el robo, la venta de drogas, la mendicidad o (…) la venta de sangre. En este sentido (…) el ejercicio de la sexualidad venal nunca es un acto voluntario y deliberado. Producto de la ausencia de medios alternativos de vida, resulta siempre de una coacción o, en el mejor de los casos, de un adaptación resignada a una situación marcada por por el desamparo, la carencia o la violencia. (Lilian Mathieu: Las causas económicas y sociales de la prostitución)

La libertad irresponsable que un hombre experimentaba durante su trato con prostitutas, no hubiera podido ser disfrutada en la relación con sus parejas legítimas, cuya compañía probablemente le había sido impuesta por su familia, que no andaba nunca demasiado lejos. El maltrato verbal o físico de la mujer, por ejemplo, no quedaba totalmente excluido del matrimonio, pero debía administrarse con cierta prudencia, para evitar que la víctima recurriera a parientes dispuestos a conceder crédito a sus quejas.
Durante el siglo XVIII, el Marqués de Sade, casado con una dama de su misma clase social, pagaba a prostitutas para que se dejaran azotar (una satisfacción perversa entre las muchas que las firmes convicciones morales de la marquesa rehusaban concederle).  Tan fácil de establecer era el acuerdo con esas mujeres, que el Marqués descontroló los vejámenes y terminó siendo juzgado y encarcelado por su testimonio.
Egon Schiele: Prostituta
El escritor Leopold Sacher-Masoch, avanzado el siglo XIX, pagaba también a prostitutas, para que ellas lo azotaran. Se trata de dos casos de demandas inhabituales,  y por varios motivos inaceptables para muchas parejas que no se han formado gracias al dinero que circula entre los participantes y derriba cualquier escrúpulo.
Pintores como Egon Schiele en Austria y Henri de Toulouse-Lautrec en Francia, frecuentaron los burdeles del siglo XIX y retrataron con crudeza a sus asiladas. No las disfrazaron de diosas antiguas, de rasgos clásicos y pubis depilado. Son mujeres sometidas a tratos no pocas veces infame, cansadas, aburridas, indiferentes al observador.
Ernest James Belloq: prostituta de New Orleans
El fotógrafo Ernest James Belloq hizo algo parecido en New Orleans, pero en unos casos las hizo enmascararse para ocultar su identidad y en otros dañó los negativos con la misma intención, porque se trataba de un oficio perseguido y necesitaba protegerlas. El cineasta japonés Kenji Mizoguchi filmó delicadamente y sin adornos, historias de prostíbulos de antes y después de la Segunda Guerra Mundial, retratando a mujeres obligadas a prostituirse contra su voluntad.
Ninguno de estos artistas pretendía moralizar a los contemporáneos, como había sido habitual en el arte del pasado (ahí está, como muestra, la muy joven pero infame protagonista de la novela Manón Lescaut del siglo XVII), ni tampoco idealizaban el tema, para volverlo más atractivo para los eventuales clientes de las prostitutas (como hizo con elegancia el grabador japonés Katsushika Hokusai, a comienzos del siglo XIX).
Imposible de ser erradicada, pero también imposible de ser oficializada, la prostitución revelaba las contradicciones de una sociedad que en el mejor de los casos, apenas podía intentar que no causara demasiados daños a la salud pública. Guy de Maupassant mostró en el cuento La Casa Tellier el universo pacífico y sin horizontes de un burdel provinciano de mediados del siglo XIX.

El prejuicio de la deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en las ciudades, no existe en la campaña de Normandía. El campesino dice “Es una buena profesión” y enviaría a sus hijos a mantener un harén de mujeres, como los enviarían a dirigir un internado de señoritas. (Guy de Maupassant: La Casa Tellier)

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