Las mujeres no necesitan tanto a los hombres, como los hombres a las mujeres. (John Gray: Los hombres vienen de Marte y las mujeres de Venus)
La reina Artemisia, en el siglo IV antes de nuestra era, mandó a construir en Halicarnaso una espléndida tumba dedicada a Mausolo, su marido, que por razones de Estado también era su hermano. El monumento, una de las siete maravillas de la Antigüedad, ya no existe, pero sí el ejemplo de la mujer fiel a la memoria de su pareja (tal vez porque no lo sobrevivió más de dos años). ¿Acaso Artemisia hubiera podido reinar sola, sin que nadie se escandalizara por su audacia, o se habría visto obligada a buscar otro marido, para calmar a la opinión dominante?
En la cultura paternalista, el destino de una mujer que ostente una alta posición, no incluye la alternativa de permanecer sin pareja. Por eso, la muerte de Artemisia es el final más adecuado para que se la recuerde como el modelo que deberían imitar otras viudas menos dedicadas. En el momento de constituir una pareja, una mujer sin capital ni experiencia en el terreno de la sexualidad era lo deseable para los hombres, por las oportunidades que brindaba de hacer con ella lo que se les ocurriera, encontrando colaboración o al menos ninguna resistencia.
La docilidad propia de aquellos que no han tenido la oportunidad de formarse una opinión, pasa a convertirse en uno de los principales atractivos femeninos, y eso no es tan fácil de encontrar en una viuda. Ella tiene el atractivo de sus posesiones, en el caso de que las leyes le permitieran heredarlas del muerto y en forma paralela el handicap de una experiencia que promete mayor resistencia a los abusos.
Petronio cuenta la historia de una virtuosa matrona de Éfeso, que acaba de enviudar y no se conforma con correr detrás del cadáver del marido, tras haberse desgarrado las ropas y desordenarse los cabellos, de acuerdo al duelo de hace dos mil años. La viuda de Efeso se encierra en la tumba y renuncia a comer y beber, desoyendo los consejos de su familia. Quiere morir, después de haberlo perdido al hombre que era todo para ella.
Cuando lleva cinco noches llorando, un soldado que pasa por el lugar descubre a la desconsolada mujer, se apiada de su situación y trata de alimentarla. Ella se resiste al comienzo, pero finalmente el hambre puede más, come algunos bocados, su ánimo cambia y al cabo de pocas horas termina haciendo el amor con el soldado, que la conduce fuera de la necrópolis. El autor concluye la historia que la conciencia moderna celebraría por la aceptación de la realidad, con una moraleja condenatoria del género femenino:
Confía tu barco a los vientos / pero jamás tu corazón a una mujer / porque las olas son más firmes / que la fidelidad de una mujer. (Petronio)
¿Hubiera sido más digna de elogio la muerte por inanición de la viuda? Para los pensadores cristianos del Medioevo, que concebían al matrimonio como una unión que permitía establecer las jerarquías imprescindibles entre los géneros, la viuda era sospechosa de buscar el placer egoísta y una vida independiente, aprovechando la ausencia del hombre que la había guiado por la buena senda.
Para evitar que las viudas se salieran con la suya, opinaban los teólogos, debían encerrarlas en algún convento, donde les gustara o no, se dedicarían a la vida contemplativa (una opción que no interesaba a todas ellas) o devueltas lo antes posible al control masculino que se establece durante el matrimonio. Casarse con el candidato que la familia decida, olvidando cualquier estancamiento en el dolor por la pareja perdida, era una obligación moral de la viuda.
Así como de nadie se exige la virginidad perpetua, porque es una dote rara (...) menos conviene aún empujar la flor de los años a la perpetua viudez, porque (...) es más fácil la total abstinencia del placer desconocido, que privarse en absoluto de él, luego de haberlo probado. (Erasmo de Rótterdam: La Viuda Cristiana)
Si las mujeres suelen verse más restringidas que los hombres en sus decisiones, por la institución del matrimonio, la sociedad se encarga de vigilar los movimientos de aquellas que por el azar de la viudez quedan libres de la tutela masculina. ¿Serán capaces de convertirse en dueñas de su destino? ¿No borrarán de un plumazo el historial que hasta entonces controlaba el hombre?
Una exitosa opereta de comienzos del siglo XX, La Viuda Alegre de Franz Lehár, presenta en clave trivial esa idea condenatoria de la mujer sola. Hanna ha quedado libre del marido viejo y millonario y viaja a Paris, donde no es improbable que encuentre a quien la consuele. Sus compatriotas se preocupan de eso y le envían a Danilo, un diplomático que en el pasado fue su amante, con la misión de volver a seducirla e impedir que el capital de la mujer emigre. Después de encuentros y desencuentros, valses y champagne, el previsible final feliz combina dos asuntos al parecer tan opuestos como el reencuentro de una pareja y el control del capital.
¿Hay vida después de la muerte (para el integrante de la pareja que sobrevive)? En la escéptica cultural occidental, la respuesta es positiva, aunque la imagen femenina se devalúe. En otras culturas, como la hindú, había otras expectativas. Tradicionalmente se esperaba que las viudas aceptaran la oportunidad de incinerarse junto con el muerto. Eso no sucede casi nunca en la actualidad, pero continúa dándose una situación no menos cruel, surgida de la ruptura con la familia paterna que implica el matrimonio para las mujeres.
Como las mujeres hindúes se incorporan al casarse a la familia del marido, la muerte del hombre las deja en total indefensión. No pueden volver atrás, porque la familia de la que surgieron ya no las recibe. Se calcula que hay alrededor de treinta y tres millones de viudas que sufren castigos tales como convertirse de por vida en criadas no remuneradas de sus suegras e hijos. Para evitar ese destino, desde hace siglos, muchas de ellas emigran a la ciudad de Vrindavan, donde se entregan al culto de Krishna y sobreviven malamente de las limosnas que obtienen de los fieles.
En la China tradicional, las mujeres enviudaban con frecuencia, porque las vendían en matrimonio apenas llegadas a la pubertad, para casarse con hombres mayores. Muerto el marido, no les estaba permitido casarse de nuevo, porque se consideraba que una decisión como esa acarreaba mala suerte para toda la familia.
En la tribu norteamericana de los Shuswap, se consideraba que las viudas eran impuras, y por lo tanto se las encerraba en una choza durante el tiempo asignado al duelo, prohibiéndoles tocarse la cabeza y el resto del cuerpo.
En la España del siglo XVI, el luto de las viudas se encontraba cuidadosamente reglamentado por la sociedad. Durante el primer año, ella debía permanecer encerrada y las parientas y amigas podían visitarla todos los días, con el objeto de guardar silencio en su compañía. Durante el segundo año del duelo, se permitía la conversación sobre tema insospechable del tiempo, así como los rezos y el bordado en compañía. También se aceptable la presencia de un sacerdote, como único representante del sexo opuesto que fuera ajeno a la familia.
Durante el tercer año, se permitía que entre las mujeres reunidas circularan copitas de vino dulce, bizcochos y confituras. Los cuatro años que completaban el duelo, iban espaciando las visitas (y el control sobre la existencia de la viuda). Si a pesar de restricciones como esas, alguna viuda encontraba una nueva pareja antes de dar por terminado el luto, su nuevo marido quedaba obligado a vestir de negro por ella.
Las parejas prometen en el momento de casarse que van amarse y atenderse en la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, hasta que la muerte los separe, no suelen detenerse a pensar en dos hechos incómodos: primero, que no siempre van a estar en condiciones de cumplir con la promesa. Segundo y lo más probable, que el hombre muera antes que la mujer, como demuestran las estadísticas, dejándola a ella en libertad de lamentar sinceramente la pérdida hasta el fin de su vida o consolarse mediante la elección de una nueva pareja.
La reina Victoria de Inglaterra fue una de las viudas más notorias del siglo XIX. Casada antes de haber cumplido los veinte años con el Príncipe Alberto de Sajonia, demostró el afecto que sentía por su pareja al otorgarle el tratamiento de Alteza Real, darle nueve hijos y convertirlo en su principal consejero. Pocas dudas quedaban del amor que se profesaba la pareja. Después de veinte años de matrimonio, él muere y Victoria se viste de negro por el resto de su vida, evita las presentaciones públicas y no vuelve a Londres, ciudad donde se encuentra la sede del gobierno del Imperio.
¿No era la imagen perfecta de un mujer poderosa, pero al mismo tiempo sometida a las decisiones de un hombre, que desaparece de la vida pública cuando él falta? Un siglo más tarde, la imagen de Victoria ha revelado ciertas contradicciones, que de haber sido conocidas para los contemporáneos, hubieran perturbado la perfección mítica requerida por el ejercicio del poder.
La viuda inconsolable, que se debatía entre el dolor de la pérdida del único hombre de su vida y sus deberes respecto del Imperio que le tocó gobernar, no aceptaba nada que la desdibujara. La discreta relación de Victoria con John Brown, su eterno caballerizo, por ejemplo, ha dado lugar a más de una hipótesis, incluyendo la de un prolongado romance e incluso un matrimonio secreto entre ambos. Brown muere en 1883 y Victoria lo sobrevive hasta 1901, con lo que completa un reinado de sesenta y cuatro años.
La historia de Jackie Bouvier, viuda del presidente John F.Kennedy, que al cabo de pocos años se casó con el empresario naviero Aristóteles Onassis, deja en evidencia las molestias que producen las mujeres capaces de reorganizar su vida. ¿Por qué lo hizo? ¿Por dinero? ¿Atraída por un hombre feo y bastante mayor que ella? ¿Hubiera debido permanecer sola, vestida de negro y dedicada a cuidar la tumba del marido? Tiempo después de la muerte de Onasis, se planteó la hipótesis de que ella esperaba proteger a sus hijos, entonces pequeños, de aquellos que con absoluta impunidad habían logrado terminar con un Presidente. ¿Por qué la gente cree que la mujer que sobrevive al castigo de la viudez, no merece estar en este mundo?
Una mujer enlutada lloraba sobre una tumba.
-Consuélese, señora –dijo un simpático desconocido-. La piedad del cielo es infinita. En algún lado hay otro hombre, además de su esposo, con quien usted puede ser feliz.
-Lo había, lo había –sollozó ella- pero está en esta tumba. (Ambrose Bierce: La viuda inconsolable)