Representación de La Casa de Bernarda Alba |
MARTIRIO: Es preferible no ver a
un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo. Los veía en el corral uncir los
bueyes y levantar los costales de trigo entre voces y zapatazos, y siempre tuve
miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios me
ha hecho débil y fea y los ha apartado definitivamente de mí. (Federico García
Lorca: La casa de Bernarda Alba)
Bette Davis: Now Voyager |
En la iconografía del cine de
Hollywood, las solteronas aparecen poco y casi siempre relegadas a personajes
secundarios, caracterizadas por ropas anticuadas, actitudes moralistas y
aspecto masculino. Pueden ser antipáticas o ridículas y basta verlas para entender que vivan solas. Esto se mantiene en filmes como Now, Voyager o The African
Queen, donde la solterona es encarnada por una actriz famosa (Bette Davis,
Katherine Hepburn) que en el curso de la trama se redime de su desventaja inicial,
cambiando de look y de actitud ante el sexo opuesto.
Katherine Hepburn: African Queen |
Todo lo anterior no impide que
tengan hijos, ni que socialmente se las respete. Incluso cuando han fracasado
en un intento de establecer pareja o varios, se confía que tengan mejor suerte
en el próximo. Si prefieren atender a su desempeño profesión, demorando el
establecimiento de una familia, ¿cuál será el problema? Si no les hace falta un
hombre, tal vez no sientan lo mismo respecto de otra mujer (situación que no
les impide alcanzar la maternidad y algunos países llegar al matrimonio).
Son muchas alternativas, que no
conducen a ver la soltería como frustración de los proyectos femeninos. En el
pasado, en cambio, cuando las mujeres no llegaban a casarse alrededor de los
veinte años, tal como se esperaba de ellas, una circunstancia como esa se
convertía en grave impedimento para que tuvieran hijos y gozaran del respeto de
sus parientes y vecinos.
Ignorar el matrimonio pero de
todos modos ser madre, era una desgracia, de ningún modo una alternativa
deseable. La madre soltera había infringido un código de comportamiento, que a
pesar de las frecuentes infracciones, conocidas y en ningún caso olvidadas, la
devaluaba de inmediato ante los ojos de la comunidad.
Lejos de aparecer como un signo de
independencia, la soltería era vista como una incapacidad vergonzosa. ¿Por qué
habían quedado solteras esas mujeres? Nunca por decisión propia, ni tampoco por
ser superiores al promedio de su generación, se sobreentendía. Algo les había
faltado a las solteras: un mínimo de atractivo físico, dinero para comprar el
ajuar, buena salud, amabilidad en el trato, contactos sociales. Lo que fuera,
las había colocado fuera del grupo de las elegibles como parejas.
El haber sido desdeñada por un
hombre antes del matrimonio, después de pasar por un noviazgo formal, reconocido
por la comunidad, se convertía en un hándicap
temible para las mujeres. ¿Qué había percibido él en su futura pareja, después
de dedicarle tanto tiempo y energías a la relación, que podía haberlo
desalentado de continuar el proceso? ¿Cuánto habían intimado los novios durante
la relación, aprovechando los descuidos de la familia que hubiera debido
preservar la integridad física y moral de la mujer? La soltera que no había
logrado retener y conducir al matrimonio a su prometido, quedaba marcada. La
falla no era casi nunca de él, sino (en primera instancia) de ella, por tonta o
impaciente.
Aunque el matrimonio fuera una circunstancia
que debía ser resuelta caso a caso, las solteras encaraban su soledad
apoyándose en otras que habían pasado o actualmente pasaban por lo mismo. No
era nada raro verlas juntas, yendo a misa, haciendo compras, paseando, jugando
a las cartas, exhibiéndose en público, para que los hombres que anduvieran en
busca de pareja pudieran darse por enterados de su existencia.
Solas no les hubiera sido posible
para arriesgarse a mostrarse tanto. La exhibición individual delataba una
deliberada búsqueda de compañía (masculina) que inmediatamente calificaba a una
mujer como prostituta. Reunidas en grupo, en cambio, buena parte de esas
restricciones quedaba superada.
Simone de Beauvoir |
Para ser dichosa, hay que ser
amada, y para ser amada hay que esperar el amor. La mujer es la Bella Durmiente
del Bosque, Piel de Asno, Cenicienta, Blanca Nieves, la que recibe y sufre. En
las canciones y en los cuentos se ve que el joven parte a la aventura de la
mujer; mata a los dragones y combate contra gigantes, porque ella está
encerrada en una torre, un palacio, un jardín o una caverna, está encadenada a
una roca, cautiva y dormida, y espera. (…) Los refranes populares le insuflan
sueños de paciencia y esperanza. (…) La mujer se asegura los triunfos más
deliciosos si antes cae en los abismos de la abyección. (Simone de Beauvoir: El
Segundo Sexo)
Estadísticamente, se sabe, nacen cantidades
similares de hombres y mujeres, por lo que no es improbable que tarde o
temprano todo el mundo encuentre su pareja del otro género. Solo es cosa de
buscar y no desesperar (aunque las posibilidades de conseguir pareja se reducen
para las mujeres a medida que envejecen). Las guerras se encargan en forma
periódica de reducir el número de hombres que buscan pareja. Nuevas
generaciones de mujeres disponibles para el matrimonio, mucho más jóvenes y
atractivas, llegan para competir con las maduras que no tuvieron éxito.
¿Dónde están los hombres que de
acuerdo a los grandes números, hubieran debido corresponder a las solteronas?
No era que esos hombres hubieran experimentado crisis religiosas, que hubieran emigrado
masivamente en busca de empleos o estuvieran recluidos en prisión, como puede
constatarse fácilmente. Sucede sin embargo, que ellos no siempre se acercan a
mujeres que parecen estar por encima de su propio lugar en la sociedad. A pesar
de la democracia, no hay demasiadas oportunidades de conocer a nadie en esa
situación. De intentar el acercamiento, tampoco es muy probable que ellas se
hubieran fijado en personas ajenas a su propio círculo.
Teresa de la Parra |
En la literatura del siglo XX, las
voces femeninas testimonian el drama de la mujer soltera como una frustración
que solo se justifica nombrar en texto por el dolor que genera en quien la
experimenta. En el caso de la venezolana Teresa de la Parra, que proviene de una
familia adinerada, la falta de un hombre que se case con ella, se entiende por
la presencia de un padre dominante, que no termina de entregarla al mercado de
pretendientes.
La chilena Gabriela Mistral se
encuentra en el otro extremo del continente y la escala social, como una mujer
poco agraciada y sin recursos, que lo debe todo a su trabajo y se aferra a
amores imposibles, con hombres ya casados o condenados por la enfermedad,
probablemente para preservar la difícil independencia (o para preservar de la
opinión pública su atracción por parejas del mismo sexo).
Gabriela Mistral |
Miro bajar la nieve como el
polvo en la huesa; / miro crecer la niebla como el agonizante, / y por no enloquecer
no encuentro los instantes, / porque la noche larga ahora tan solo empieza. (…)
Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada / de Dios sobre mí; siempre su aahar sobre mi casa; / siempre, como el destino que ni mengua ni pasa, /
descenderá a cubrirme, terrible y extasiada. (Gabriela Mistral; Desolación)
Ante la escasez de opciones, a la
solterona le quedaba el consuelo de entregarse al diálogo con Dios (aunque Dios
no le respondiera, como había comprobado Job, mucho antes que ellas).
Señor, no me des ya la dicha. / No
sabría manejarla / y con ella iría cohibida / como una nueva rica. (Enriqueta
Arvelo Larriva)
En una sociedad que no planteaba
pocas oportunidades de trabajo para una mujer, la solterona quedaba sometida a
la generosidad o mezquindad de los parientes. Ellos debían mantenerla, para
evitar que terminaran prostituyéndose, aunque la utilizaran como parientes
pobres, no más costosas que una empleada doméstica. Probablemente era
considerada un estorbo y se la hacía objeto de bromas por su excentricidad
imposible de ignorar. Vestir santos era una actividad que las definía de un
solo trazo, probablemente ocultando aristas menos triviales.
Algunas debían vivir modestamente
de las rentas de alguna propiedad familiar que heredaron, en un proceso que las
condujo a la indigencia discreta, cuando envejecieron y ya no les quedó nada
por vender. Sin maridos, hijos o nietos, ¿a quién acudir en sus últimos años?
La lástima que podían concederle los bienintencionados, no dejaba de
resultar ofensiva.
Pobre solterona te has quedado /
sin ilusión, sin fe… / Tu corazón de angustias se ha enfermado / puesta de sol
es hoy tu vida trunca. / Sigues como entonces releyendo / el novelón
sentimental, / en el que una niña aguarda en vano / consumida por un mal de
amor. (Agustín Bardi y Enrique Cadícamo: Nunca tuvo novio)
Por alguna fatalidad atribuible a la Divina Providencia, o
por causa de una fortaleza interior no menos imposible de explicar, las solteronas
no servían para someterse a un hombre. No eran el fruto de la fantasía de un
escritor, sino las protagonistas de circunstancias menos dramáticas, pero no
por eso menos crueles. No había demasiado sitio en el mundo para ellas. Desde
el momento en que dejaban de ser elegibles como esposas y madres para los
hombres de la comunidad, pasaban a convertirse en un estorbo para sus familias.
¿Quién se encargaba de alimentarlas y
vestirlas? ¿Quién las hospedaba decentemente, para que no dieran que hablar? Aunque
ellas se mantuvieran con su trabajo, poco faltaba para que tuvieran que pedir
disculpas a los suyos por continuar vivas.
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