jueves, 28 de mayo de 2015

PASIÓN DE SOLDADERAS




Pedro Armendáriz y María Félix: Enamorada

Popular entre la tropa era Adelita, / la mujer que el sargento idolatraba, / porque a más de ser valiente era bonita / y hasta el mismo coronel la respetaba. (Anónimo: Adelita).

María Félix dejó en el filme Enamorada, una imagen romántica de las mujeres que participaron activamente en la Revolución Mexicana iniciada en 1910, capaces de abandonar todo por el amor a un hombre. Elegante, bien peinada y maquillada, las imágenes de la actriz sugieren que la guerra llegó para liquidar el aburrimiento femenino, para suministrarle sentido a su vida provinciana.
María Félix: Enamorada
Cuando ella abandona la seguridad de su mansión y la oportunidad de casarse con un rico extranjero, lo hace para seguir a un general del ejército revolucionario, que es un improvisado y la obliga a caminar detrás de él, que ha montado su caballo, rumbo al combate, con una sonrisa (fiel al paradigma planteado por el personaje de Marlene Dietrich en el final de Morocco)s de conciliacipropona los veteranos y defiende los derechos de los inmigrantes. 
Soldaderas
Las fotos de la Revolución documentan algo menos idealizado: mujeres del pueblo, descalzas, cubiertas de harapos, adelgazadas por la penuria de las campañas militares, polvorientas, que cargan dos y tres hijos, más pertrechos de guerra sobre la espalda; mujeres fatigadas por años de enfrentamientos, compartiendo con sus hombres el calor, las heladas, las borracheras y las balas. Son las adelitas (llamadas así por la canción compuesta en homenaje a Adela Velarde Pérez) o las valentinas (otra canción que inmortalizó a Valentina Ramírez).
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Valentina, Valentina / rendido estoy a tus pies; / si me han de matar mañana / que me maten de una vez. (Anónimo)

Para el imaginario popular, no hay variantes respecto del rol de la mujer, definidos muchos siglos antes, en la Europa medieval. A ella le está reservado el rol decorativo y subordinado, de objeto amoroso de un hombre. En el mejor de los casos, ella es su inspiradora y en el peor su perdición. Medio siglo más tarde, esa mujer mítica recuerda las circunstancias domésticas que la condujeron a una actividad impensable para la visión tradicional de su género.

Cuando Francisco Madero se lanzó contra el dictador Porfirio Díaz yo era joven y tenía a mi padre. Éste de inmediato convocó a la familia sus deseos de luchar por la libertad de nuestros compatriotas y yo le dije que lo acompañaría. (…) En noviembre de 1910 me uní al grupo del general Iturbe, pero vestida de hombre con el nombre de Juan Ramírez (…) figurando entre el grupo que tomó la plaza de Culiacán. (Valentina Ramírez)  

Soldaderas y sus Juanes
Clara de la Rocha siguió a otro hombre, su padre, el general Herculano de la Rocha, se destacó por su puntería infalible y llegó a ser nombrada Comandante de Guerrilla y Coronela de los insurrectos. Concluida la guerra, el espacio que habían conquistado las mujeres combatientes se redujo drásticamente. La cultura patriarcal no les reservaba otro rol que el de siempre: debían ser esposas y madres o conformarse con ser concubinas o prostitutas.
Entre las mujeres no combatientes que participaron en la Revolución, algunas eran sirvientas, que trabajaban para mantener a sus hijos, y solían ser fieles a sus parejas, pero también  podían abandonarlas cuando lo deseaban. Otras habían sido secuestradas, y después de sufrir la deshonra, ya no se atrevían a regresar a sus familias. Cargaban mochilas, se arriesgaban apartándose de la tropa en busca de agua y alimentos. Construían refugios, curaban heridos. Algunas eran comerciantes: cocinaban frijoles y tortillas, vendían carne seca y pulque, servían de correos y propagandistas, eran telegrafistas y hasta aceptaban ser espías, para lo cual desinformaban a los enemigos, apoyándose en la imagen de mujeres ignorantes.
Cuando no dependían de ningún hombre, se prostituían para ganarse la vida. Esto había sido así desde la llegada de los conquistadores españoles. No eran combatientes, pero sin ellas los hombres hubieran desertado de una guerra que se eternizaba más allá de las promesas de sus líderes.
Carmen Amelia Robles

A las soldaduras que participaron en la Revolución Mexicana también las llamaron adelitas, guerreras, juanas, cucarachas, vivanderas, pelonas, galletas de capitán, chimiscoleras, argüenderas, guachas, busconas. Generalmente provenían de los estratos más bajos de la sociedad: indígenas o mestizas, esposas, hermanas, novias, algunas se unían a la tropa por convicción, o por sus ideales, o porque no podía ser más miserables. (Ilse Mayté Murillo)

Algunas pasaron a la leyenda por actuaciones similares a las vividas por los hombres, como fue el caso de Carmen Amelia Robles, vestida de hombre por su madre, con el objeto de ponerla a resguardo de los sublevados. Ella tenía otros planes: aprovechó su nueva identidad para pelear en el frente. Se destacó por su actuación militar, fue promovida al rango de Coronel, todo ello sin revelar que era mujer. Terminada la guerra, volvió a adoptar la identidad femenina, pero nunca se casó.
Amelio Robles, La Coronela
Jesusa Palancares, en cambio, continuó vistiéndose de hombre después de la Revolución, a pesar de que su marido trató de enseñarle a ser sumisa, cuando la encerraba en su casa. Todo lo que consiguió, fue que ella se resistiera pistola en mano. Después de la Revolución, su destino fue menos heroico. Le tocó morir en la indigencia. En 1969, Elena Poniatowska la convirtió en protagonista de su novela testimonial Hasta no verte Jesús mío, donde se la oye, derrotada, vieja, pero lúcida.

A mí esos revolucionarios me caen como patada en los… Bueno, como si yo tuviera güevos. ¡Son puros bandidos, ladrones de camino real, amparados por la ley! (Elena Poniatowska: Hasta no verte Jesús mío)

Petra Ruiz, que había sido ultrajada por los soldados del ejército federal, de acuerdo a la leyenda se sumó a los rebeldes con el propósito de ayudar a otras mujeres que podían pasar por la misma situación. Ella peleaba como un hombre más. Durante el desfile que siguió a una batalla ganada por los rebeldes, se soltó las trenzas frente al general Venustiano Carranza y dijo: “¡Quiero que sepan que una mujer les ha servido como soldado!”.
Petra Ruiz
A diferencia de Emiliano Zapata, que las toleraba en su ejército, Pancho Villa no quería demasiado a las soldaduras. Por eso fusiló a un oficial que había llevado a la suya durante una campaña. Según Villa, esas mujeres destruían la disciplina que tanto le costaba imponer entre sus hombres y estorbaban el desplazamiento de la caballería (como ellas iban a pie, los hombres se demoraban para no dejarlas rezagadas).
De acuerdo al trato que recibían, los caballos de recambio eran considerados más importantes que las mujeres. Tampoco las milicianas española de la Guerra Civil fueron muy apreciadas. El general Carranza, una vez que se dio por terminada la Revolución Mexicana, las expulsó del ejército y todo el heroísmo que pudieron haber desplegado en la guerra, quedó sin recompensa. Ellas habían sido pobres y despreciadas; por lo que continuaron siéndolo, si acaso tuvieron la suerte de sobrevivir. Muchas se resignaron al rol que les proponían los nuevos tiempos de conciliación entre quienes habían sido enemigos.

¿No hubiese podido la mujer en la revolución elaborar una herencia más alivianada? Ni modo, a ella le hicieron arrojar sobre sus descendientes una carga fatal de abnegación, sufrimiento callado, estoicismo y obstinada veneración por su hombre. (Carlos Monsiváis)

Alfredo Zalce: La soldadera
Algunas dejaron atrás definitivamente los roles tradicionales femeninos. La teniente Ángela Jiménez  abandonó sus ropas y modales femeninos después de presenciar el suicidio de su hermana, tras haber matado al soldado que la violó. Ángela, que a partir de entonces se hizo llamar Ángel, vestida con ropas de hombre se anotó en el ejército rebelde para combatir a los federales de Porfirio Díaz. Se convirtió en experta en explosivos, pero también actuó como espía, aunque a veces también cocinaba. Herida en combate, emigró a California, donde organizó a los veteranos y defendió los derechos de los inmigrantes. Cuando le propusieron matrimonio, aceptó con ciertas condiciones:

A mí nadie me manda, seremos iguales en derechos, decisiones y privilegios. Tengo muchos hijos [sus soldados] y si está dispuesto a dar y recibir cariño, acepto casarme con usted. (Ángela Jiménez: carta a su novio)